viernes, 14 de junio de 2019

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza


ANÓNIMA VIOLENCIA

Es un rosario de dolores, el que recorremos los mexicanos con los dedos encallecidos cada semana, son dolores a la vez tan distintos, pero tan parecidos. Por desgracia, de intensidad creciente día a  día, como si lo único que faltara es que a la vuelta de la esquina nos saliera al paso un monstruo que nos engullera. 

Esta vez fue primero Norberto Ronquillo, y un par de días después Leonardo Avendaño. De manera similar, en semanas previas pueden haber sido niñas, jovencitas o recién nacidos. Vidas que se utilizan como mercancía de baratillo, vidas a las que se arranca con furia todo mérito y cualquier vestigio de dignidad. Detrás de ello se percibe un enojo de dimensiones terribles. Un enojo en contra de la vida, de la humanidad, y finalmente un enojo de estos criminales atroces, contra ellos mismos. 

Norberto y Leonardo: Ambos comparten el hecho de ser recién graduados de universidades católicas privadas, en la ciudad de México. Los crímenes ocurren con un margen horas o días antes o después de la culminación de sus estudios. En el caso de Norberto se exige y se cobra un rescate, cuando, al parecer, para ese momento él ya había sido asesinado. 

Se ha desarrollado un acostumbramiento ante la violencia. Ya poco o nada logra impresionarnos, o quizá –paradójicamente—nos impacta más la muerte del último rinoceronte negro en Kenia, que la de un grupo de estudiantes en el sureste mexicano. A este grado hemos llegado, como si las imágenes que reciben nuestras pupilas fueran producto de efectos especiales, y no una captura de hechos reales. 

Tal pareciera que el ser humano necesita sentir la adrenalina en el torrente sanguíneo. En su necesidad escalará hacia emociones cada vez más fuertes para lograrlo. En días pasados comenzó a circular en redes sociales un video tomado en alguna provincia de España. Muestra en el ruedo una vaquilla que aún no ha sido destetada. Varios aficionados la capotean, y poco después comienzan a encajarle banderillas, hasta que la hacen caer. Es impactante el modo como la vaquilla, más que de dolor, muestra una expresión de desconcierto; no hace nada por defenderse, seguramente por su juventud. Simplemente se va debilitando hasta terminar en la tierra. Contrastan con esta imagen de un animal totalmente desvalido y herido, las expresiones de los seudo-toreros, quienes se regodean por sus acciones, como los grandes valientes de la tarde. 

La violencia llegó para quedarse entre nosotros. Es una hidra proteiforme que muestra una y mil caras. Está visto que cobra mayor fuerza cuando proviene de grupos de personas no identificables que actúan en masa. Termina siendo una violencia ilegítima, pero que difícilmente, si no es que nunca, será sancionada. Con tantos autores, no hay a quien inculpar, y la impunidad reina. Así vemos en nuestro país grupos de manifestantes, caravanas de migrantes, multitudes que actúan destrozando y vejando, más como deporte maligno que otra cosa. Una violencia asesina que prejuzga y lincha sin piedad, para terminar de este modo con incontables vidas humanas, muchas de las veces de personas inocentes. Además de cercenar la esperanza de los pueblos. 

Según señala Le Bon, en su obra sobre psicología de las masas, estas formas de organización pasan a ser irracionales, emotivas, extremas, instantáneas, irritables, volubles e irresponsables. Hablando de violencia, las masas se organizan en torno a un elemento, que bien puede ser la encomienda de unos cuantos líderes, o un hecho en apariencia injusto. Conforme crecen en tamaño, cobran fuerza, y comienzan a actuar ya sin atender a una razón específica. En los casos que terminan en linchamiento, la turba no responde más al factor que desencadenó el enojo inicial, para convertirse en una orgía de sangre cobijada por el anonimato. 

Anónima violencia movida por intereses tantas veces oscuros. Que va –envalentonada en su condición grupal—en contra de causas que de manera individual jamás  atacarían. 

Anónima violencia que termina para siempre con esos escenarios que incomodan a la molicie. Que un chico y su familia se esfuercen a lo largo de varios años por verlo llegar a su ceremonia de graduación. Que otro joven con aspiraciones sacerdotales se empeñe en terminar una maestría. O el simple hecho de que los dos sean estudiantes de instituciones privadas, a las cuales se entra luego de cubrir una serie de requisitos que no cualquiera puede reunir. 

¿Qué nos dice esta anónima violencia? ¿Cuánto vale la vida para estos autores que no son capaces –dentro de su criminal oficio—de actuar teniendo en mente  preservar la vida del secuestrado? 

“Vine por su diploma, y me llevo su acta de defunción” Palabras de la madre de Norberto, que a todos nos toca atender, antes de que se agote la esperanza.

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