Los niños han formado parte esencial de mi vida. No tuve un instinto maternal innato, debo reconocer que mi inclinación hacia la pediatría fue casi al momento de decidir mi especialidad.
Mi instinto se desarrolla al lado del niño que enferma, que se muestra indefenso, tan vulnerable y necesitado de apoyo, acompañado de una madre que siente la impotencia de que todo el amor no sea suficiente para poderlo librar de la enfermedad. La imagen de esta estampa me impulsaba a ser aliada en esta lucha y apoyar emocionalmente a la madre, (generalmente la madre era la acompañante de los infantes) y a aplicar mis conocimientos para poder curar al niño o niña enfermos.
Es así como mi instinto nace entre el dolor, la enfermedad, la ingenuidad y vulnerabilidad de los niños, la inigualable sensación de verlos recuperarse y reencontrar en ellos la sonrisa y esa magia maravillosa que tienen en la mirada y en sus movimientos graciosos que invitan a abrazarlos, a impregnarnos de su energía que fue para mí por tantos años la recarga diaria que en los días más aciagos me renovaba el espíritu.
Cuando me convierto en madre, ese instinto ya estaba desarrollado y más allá del romanticismo que conlleva la maternidad, sabía de lo que aunado a eso significaba tener un hijo, los riesgos, responsabilidades y el dolor que en ocasiones habría que afrontar cuando enfermaran. Estaba preparada, y pareció no haber sido mera coincidencia, porque en gran parte me blindó todo este fortalecimiento emocional para afrontar convertirme de pediatra a esa madre acompañante de un hijo que necesitaba en ese momento más mi amor que mi conocimiento médico.
Agradecí a las madres haber sido para mí guías y ejemplo de entrega total de fe ilimitada y templanza, para brindar confianza y la seguridad que un niño enfermo requiere.
Haber estado en ambas situaciones me dio la oportunidad de tener total empatía con las madres y padres de mis pacientes.
Así nace mi amor por los niños, por estos seres que inician la vida tan indefensos e ingenuos que no tienen más que dejar su confianza en los adultos, y quedar a merced de nuestras decisiones.
¿Cómo no amarlos? Llevan en ellos la dulzura de un corazón que no tiene rencores, que vibra de emoción y la demuestra sin inhibiciones, que es auténtico en su sentir sin temor a juicios, porque no sabe siquiera de ellos.
No se requiere ser madre para tener instinto materno, pero mi instinto se desarrolló al máximo al haberlo sido y al elegir ser pediatra y vivirlo con pasión sinigual, me hace ver en los niños la mágica etapa del ser humano que tiene que ser resguardada con responsabilidad y amor, para infundir en ellos confianza y las fortalezas que contribuyan a que lleven una vida independiente con salud física y emocional.
¡Los niños son un sol! ¡No uses bloqueador!

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