domingo, 6 de julio de 2025

REFLEXIÓN DEL DR. CARLOS SOSA

 EL PODER LIBERADOR DEL PERDÓN

Hay una mentira muy popular que se repite como mantra de autoayuda: que pedir perdón te libera. Que alcanza con decir “perdón” para que el alma quede livianita como pluma. Mentira piadosa, o egoísta, según quién la diga.
Porque no libera pedir perdón. Libera perdonar.
Y no hablo del perdón de postal, el que se entrega con la cara tiesa y la voz impostada, como si fuera un trámite burocrático. Hablo del perdón que sangra, el que raspa por dentro, el que te parte el orgullo como si fuera pan viejo. Ese sí.
Hay almas que caminan con tanto resentimiento a cuestas, que si uno las ve bien parecen mochilas humanas: cargan el insulto que no
devolvieron, el abandono que no entendieron, la traición que no vieron venir. Caminan hacia abajo, sin levantar la mirada, porque el alma no les da para mirar el cielo.
Y no es castigo divino, es física emocional: nadie puede elevarse con piedras en el pecho.
Pero si uno perdona de verdad —no desde los labios sino desde las tripas—, algo empieza a cambiar. No en el otro, en uno. De repente ya no duele tanto el recuerdo, ya no escuece el nombre, ya no amarga la foto vieja.
Es como si una mano invisible (que algunos le llaman Espíritu y otros le llaman terapia) te sacara el yunque de la espalda.
Hay quien escuchó decir una vez que si uno no perdona, se convierte en esclavo del otro. Que el que no suelta, se ata. Y yo no sé si eso lo dijo un rabino, un psiquiatra o un carpintero que caminaba sobre aguas, pero suena a cielo.
A ese cielo que no se toca con los dedos, sino con la liviandad del alma.
Así que no, no es pedir perdón lo que te alivia.
Es cuando vos, con el alma rota pero entera, decidís no seguir pagando la deuda que otro dejó.
Y ahí, justo ahí, sin aviso ni aplausos, es cuando empezás a volar...

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