domingo, 10 de agosto de 2025

REFLEXIÓN del Dr. Carlos Sosa

Solo tú, tus demonios y un espejo

Dicen que todos merecen una segunda oportunidad.

Pero nadie te cuenta que esa segunda oportunidad te va a escupir en la cara diez veces antes de darte la mano.

Salir de una adicción no es como salir de un cuarto oscuro encendiendo la luz. Es más bien como caminar descalzo por un empedrado infinito, de noche, con los pies sangrando y la certeza de que cada paso puede doler más que el anterior.

Porque la adicción no es sólo a la sustancia.
Es a la costumbre.
Al olvido.
A la anestesia emocional.
Es al silencio después del grito, al abrazo que nunca llegó, al vacío que nadie supo nombrar.

La droga, el trago, la pastilla, la pantalla, el juego, la mentira. Da igual el envoltorio. Todo eso viene siendo una curita barata para una herida que se abrió cuando tenías cinco, o diez, o quince años, y el mundo decidió que era mejor mirar para otro lado.

Y ahí estás, años después, intentando reconstruirte sin manual de instrucciones, sin aplausos, sin banda sonora.
Sólo tú, tus demonios, y un espejo que no siempre devuelve una cara conocida.

Hay recaídas. Y no son caídas suaves. Son patadas al alma.
Hay mañanas en que el cuerpo tiembla por dentro, aunque el mundo te vea sonreír.
Y hay noches en que la tentación te susurra cosas dulces como una amante cruel que conoce cada rincón tuyo.

Pero aún así, se puede.
No fácil. Nunca fácil.
Pero posible.

Porque un día, en medio de esa lucha muda, descubres que alguien te cree capaz.
A veces es un terapeuta.
A veces es un hijo.
A veces es una desconocida en el metro que te mira con ojos de compasión real.
Y a veces, en el mejor de los casos, eres tú mismo. Viéndote en el espejo y diciendo: “Hoy no. Hoy respiro sin eso”.

Redimirse es reconstruirse desde la vergüenza.
Es pedir perdón sin estar seguro si lo mereces.
Es aprender a quererte cuando todo en ti grita que no lo vales.

Pero también es despertar una mañana, mirar tus pies temblorosos, y darte cuenta de que, aunque sangren, siguen caminando.
Y eso, querido lector, es ya un milagro.

Un milagro sin fuegos artificiales.
Sin aplausos.
Pero con la paz de quien está aprendiendo a vivir sin máscaras, sin atajos, y sin cadenas.

Porque al final del camino empedrado, con suerte, no hay gloria.
Pero sí hay verdad.
Y con eso, a veces, es suficiente...

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