domingo, 12 de octubre de 2025

CARTAS A MÍ MISMO por Carlos Sosa

La conciencia de morir

La certeza de la muerte no es una visita temprana: llega después de los cincuenta, o cuando la vida te arrincona con un golpe seco, un accidente, un infarto, un filo rozando tu piel. Entonces se enciende un interruptor brutal y definitivo: ya no ves la vida igual, la respirás distinto, la masticás con otra hambre.

De pronto el amanecer no es un paisaje: es un milagro. La puesta de sol no es rutina: es un adiós dorado que se cuela en la piel. Un café con un amigo deja de ser bebida y se convierte en sacramento. El abrazo de la mujer que amas es más que carne y brazos: es un salvavidas contra la nada.

Todo adquiere un peso feroz, un valor que no se mide en billetes ni relojes. Es un llamado urgente, casi desesperado, a vivir como si el reloj estuviera a punto de detenerse. Porque lo está. Y ahí entendés que plenitud no es tener más, sino morder cada instante como si fuera el último pedazo de pan en este mundo hambriento.

Entonces descubrís que ese interruptor no solo enciende la conciencia de morir, sino también la posibilidad de renacer. Y en ese renacer nos damos, por fin, la oportunidad de vivir de verdad: disfrutando lo que el dinero jamás podrá comprar —la risa compartida, la calma de un atardecer, el pulso secreto de un abrazo que nos recuerda que seguimos aquí...

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