Uno no decide nacer, y por mucho tiempo no toma decisiones, somos dependientes de que otros lo hagan por nosotros. Se llega el momento de que lo hagamos y muchas de ellas las haremos inconscientemente, en nuestras rutinas diarias, desde niños, sin que nos cause mayor conflicto. Iremos día a día siguiendo nuestros instintos basándonos en experiencias, en ejemplos de otros, y haremos así elecciones de simples a complejas que van conformando nuestra vida.
El éxito, la felicidad, el bienestar, en mucho dependen de haber tomado buenas decisiones, incluso ante la adversidad la elección de cómo afrontarla nos hace a unos y otros distintos en cuanto a como las percibamos. Hay quien sufre tan solo por elegir cómo vestirse cada mañana, hay quienes dependen toda la vida del consejo de alguien más para saber qué decidir o para corroborar su decisión. Unos lo hacen concienzudamente, otros, consideramos, lo hacen demasiado a la ligera, y unas y otras resoluciones pueden o no ser acertadas, porque finalmente las circunstancias ajenas a nosotros tienen su interacción y no son variables muchas veces que podamos manejar.
Quizá no nos alcance la vida para tener la sabiduría necesaria y tomar las decisiones adecuadas para cada situación, quizá todavía tendremos que lamentar errores en ellas, aun cuando la experiencia de muchos años nos haya permitido, a nuestro parecer, haber elegido la mejor.
Quizá la madurez no radica en que tomemos las mejores decisiones, sino en hacerlo en base a la experiencia, intentando no cometer los mismos errores, pero asumiendo que podríamos cometer otros distintos, que cuando no haya resultado como esperábamos, nos adaptemos a lo que de ello resulte. No lamentarnos ni condenarnos, saber que en esta vida todo pasa y que mientras sintamos latir nuestro corazón, la esperanza de renovación no muere, tan solo hay que esperar a que en nuestro cielo de nuevo salga el sol.
Decidir sin miedo al fracaso, porque es mayor fracaso la indecisión.
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