Definitivamente se puede disfrutar mucho con poco.
Hoy con nostalgia recordaba los paseos en el parque Urueta. parque cercano a la casa donde pasé mi niñez (si tal como lo están pensando, "ya llovió") en compañía de mis hermanos y vecinos.
Entonces un paquete de galletas saladas, una latita de jalapeños y una soda, eran suficientes para hacernos pasar una tarde maravillosa y degustar el "banquete" campestre con singular alegría.
No deseábamos más, no nos comparábamos con nadie, no pensábamos en si otros tenían mejores refrigerios, seguramente los tenían.
No había conciencia del por qué yo tengo nada más esto y el otro tiene más, o de que aspiráramos llegar a ser alguien para poseerlo, no se nos asomaba la envidia, ni la ambición para empañarnos esa sana convivencia que nos era tan gratificante, a grado tal que sigue entre los recuerdos que la mente logra capturar.
¡Con que poquito se era feliz!, ¡éramos quizá en esos momentos tan "conformistas"!, no nos cuestionábamos si teníamos derecho a más, si era injusto no poder acceder a otras cosas, si el que más poseía lo había hecho a través de explotación o de corrupción; el razonamiento era simple, se tenía lo que el trabajo honrado del padre podía proveer y no se juzgaba poca cosa.
Eramos tantos hijos, que la convivencia diaria, los juegos, los pleitos, la enseñanza de cooperar unos con otros y de compartir, y a veces de defendernos, nos hacía crecer, madurar, nos hacía entender la vida sin tanto apego a lo material.
Era enseñanza cotidiana a través de vivencias, sin psicología, sin escuela para padres, la vida en familia nos iba formando por sí sola.
Ahora que con nostalgia recuerdo mi infancia, me gustaría poder rescatar esa valiosa forma de tatuar los valores en la niñez y juventud para nuestros niños de hoy.
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