DESTINO Y RUTA
Hoy en día se
impulsa la educación por competencias
medida en resultados. Los grandes
recursos tecnológicos facilitan estos logros, tenemos en la punta de los dedos
todo tipo de información que hasta hace algunos lustros hubiera requerido tiempo
de consulta en tratados impresos. Las
nuevas generaciones nacen con el chip integrado, de modo que difícilmente alcanzarían a imaginar cómo
eran las cosas en los tiempos cuando no existía la televisión a colores, la
computadora personal o la telefonía celular.
Todo ello condiciona cambios de comportamiento que no siempre apuestan a
la armonía social.
Hace algunos
días circulaba por una de las principales avenidas de la ciudad, mi intención
era aparcarme en un estacionamiento al frente de unos locales comerciales. Al momento de intentarlo se atravesó frente
a mí un vehículo cuyo joven conductor pretendía salir del estacionamiento en
reversa; al accionar mi claxon debió frenar bruscamente, para luego girar sobre
sí mismo e intentar ahora salir de frente, justo en el momento cuando yo
intentaba entrar al estacionamiento.
Dado que arrancó con el acelerador a fondo, quedamos a milímetros de que impactara mi unidad. Cuando finalmente pude estacionarme, él arrancó con una quemada de llanta que debe
haberse escuchado a dos cuadras a la redonda.
Aquello me
preocupó, ya me veía toda la tarde en engorrosos trámites viales aquí y allá, sin vehículo
mientras reparaban la carrocería, y sin poder atender los compromisos que ya
había contraído. Pero lo que más me
impresionó fue lo que capturó aquella
instantánea acerca de nuestra juventud, inquietud personal que quisiera
compartir en este espacio.
Sería inadecuado
afirmar que los tiempos pasados fueron mejores.
Cada época ha poseído sus propios encantos, y quienes hemos tenido la
fortuna de transitar entre dos siglos, dos milenios y diversos avances tecnológicos, debemos
reconocerlo. Sin embargo es evidente que existe una gran diferencia en el
estilo de vida de una y otra época, mientras que la actual se orienta a
objetivos específicos medidos en tiempo y forma, las épocas anteriores ponían
en primer término al ser humano y después todo lo demás.
Un ejemplo
familiar de lo anterior, que me resulta muy útil para medir esta diferencia es
el siguiente. A los 7 años de edad me
llevaron mis papás a conocer Disneylandia.
Hicimos el recorrido por tierra desde la ciudad de Torreón hasta las
inmediaciones de Los Ángeles, California, en el vehículo familiar, un Renault
Coupe blanco que de niña siempre me pareció semejante a un huevo cocido. En dos jornadas llegamos a aquella parte del
estado de California, lo que para mí significaba cumplir el gran sueño de mi infancia. El vehículo era compacto, sin ninguno de los
aditamentos que hoy en día facilitan viajar distancias como esa, lo que sí
recuerdo es la infinidad de momentos mágicos que pude acumular a lo largo de la
travesía hasta llegar a Disneylandia.
Mis papás y yo gozamos de igual manera el camino como la meta final.
A diferencia de
aquellos tiempos, hoy acostumbramos fijar la atención en el destino al cual
buscamos llegar en el menor tiempo y con la mayor comodidad posible. Descartamos cualquier goce que el derrotero
pueda ofrecernos, con la mirada puesta en el punto final.
Sucede con los
viajes turísticos y sucede en nuestra vida diaria, pareciera que vamos contra
reloj, como si en avanzar veloces empeñáramos la vida. Nos irrita cualquier contratiempo del
camino, y terminamos enojados con todo y con todos. Esto es, nos perdemos de disfrutar una gran
parte de lo que el trayecto nos ofrece,
dispuestos a gozar solo a partir de que lleguemos a nuestra meta.
No estoy tan
segura de que los adultos estemos haciendo bien en la forma de educar a
nuestros niños y jóvenes, dejando de lado los aspectos humanistas que tienen que
ver con el disfrute de otros elementos, aparte del éxito final. Gozar cada tramo, disfrutar la compañía que
llevamos, y atesorar bellas memorias que –en mi caso particular-- a más de
cincuenta años de distancia siguen recordándose con particular gozo.
Los sitios
públicos son los grandes escaparates en los que puede aprenderse mucho sobre la
vida. La costumbre de no respetar los cajones para discapacitados significa
poner mi comodidad por encima de las necesidades
del otro; el no atender el rojo del semáforo, revela que me siento superior al elemental orden colectivo. Y
mostrarse contrariado cuando algo no funciona conforme a los propios deseos,
refleja baja tolerancia a la frustración.
Habría que revisar si el manual
para la vida que damos a nuestros niños y jóvenes les está permitiendo hacer de la felicidad la actitud cotidiana con la cual puedan gozar a
profundidad cada tramo del camino.
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