domingo, 4 de marzo de 2018

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

NUESTRA IMPRONTA PERSONAL
Para ejemplos hay muchos.  En estos momentos aludo al reciente caso –muy doloroso—de 3 jóvenes fallecidos en un accidente automovilístico en Saltillo.  Las últimas imágenes compartidas por uno de los infortunados muestra los “shots” de tequila que estaban tomando, con la leyenda “Casual aquí, a punto de morir”, lo que horas  después se cumplió.
     Una de las características de nuestros tiempos es la profunda necesidad de hacernos presentes en el mundo, decir “aquí estoy” y dejar impronta de nuestro paso.  Contrario a lo ocurrido en otras épocas en las que teníamos un Miguel Ángel Buonarroti esculpiendo la excelsa “Piedad” a los 23 años, o un Wolfgang A. Mozart muriendo a los 35, no sin antes dejar para la historia un legado musical excepcional, hoy alcanzamos esas edades y muchas más sin sentir que ha habido una verdadera oportunidad para trascender. Cuando Goethe tenía mi edad ya había publicado la primera parte de su intemporal “Fausto”, lo que no deja de sacudir mi entendimiento. Más que concentrarnos en un objetivo que esté por encima de nosotros, y al cual enfocar tiempo y talento, nos fraccionamos en bisutería que al final del día  nos deja con un vacío interior que mañana buscaremos nuevamente llenar –desgraciadamente por el mismo camino— con iguales o peores resultados.
     El método más socorrido para manifestarnos, me atrevo a suponer, es el de la imagen digital. Amanecemos pensando qué indumentaria vamos a utilizar, o cómo nos vamos a arreglar para salir mejor “en la foto”.  Hay inclusive sofisticados métodos de maquillaje que aseguran que los ojos luzcan más bellos, que la cara parezca más delgada, y que cualquier arruga o mancha engañen a la cámara.  Una floreciente industria del “contour” que debe de estar produciendo ganancias millonarias a quien tuvo el acierto de  imaginarla.  Cada uno de nosotros vueltos esclavos de esa imagen que va a tomarse nos aplicamos, nos cuidamos, a veces sufrimos y  otras más nos ocultamos.  Una buena parte de nuestros momentos de convivencia se invierten en congraciarnos con la lente de esa cámara inserta en el celular, y que tantos cambios es capaz de producir.  La “selfitis” –perdón por el barbarismo—se nos prende a la vida como ciempiés ponzoñoso, para nunca más soltarnos.
Tal vez los de edad buscamos defendernos de convertirnos en   presas de ese fenómeno digital, tan difundido entre los millennials, o tal vez ya hayamos cedido a sus influjos y fotografiemos nuestras pantuflas al amanecer;  el desayuno a las 9; la mascota a media mañana; alguna escena callejera al mediodía; el café o la merienda por la tarde, y la luna, o el farol, o nuevamente las pantuflas, pero ahora apuntando en dirección contraria, hacia la cama,  al terminar el día.  ¿Qué nos estamos diciendo a gritos a nosotros mismos? ¿Qué necesidad imperativa nos lleva a invertir tiempo, energía y tanto más, en tomar una foto cada 30 minutos?...
Somos una especie de “niños digitales”, aunque nos cueste reconocerlo, a ratos  muy solos en medio de tanta tecnología de punta, deseando alcanzar al otro para comunicarnos, pero con un miedo atroz de hacerlo, pues no sabemos cómo.  Perdemos de vista la necesidad vital de encerrarnos en nuestro propio espacio personal, ponernos frente al espejo y abrir muy grandes los ojos para vernos así, desnudos, sin maquillaje, sin tener que guardar las apariencias.  Preguntarnos qué queremos, a dónde vamos, y si estamos tomando el camino correcto para llegar.  Cuestionar cómo queremos vernos dentro de 10 o de 20 años.  Mentalizarnos qué esperamos que nuestros seres queridos expresen acerca de nosotros el día que muramos.  Así de simple, así de sencillo.  Es la única forma de comenzar a emprender acciones que en realidad nos lleven a trascender, sería  como plantarnos frente a nuestro lienzo único y personal para pintar la obra más perfecta, en lugar de estar desperdiciándonos en unos cuantos trazos sobre pedazos de papel que finalmente el viento termina por llevarse.
     ¿Por qué  tememos tanto a la soledad? Quizá sentimos que estamos en el gran escenario, desde el cual el  público nos vigila y nos juzga.  O tal vez sea que  necesitamos autoafirmarnos a cada momento,  para de ese modo convencernos   de que   existimos en el mar del anonimato.
     Que la muerte tan lamentable de estos jóvenes no resulte ociosa, que esa gran lección que nos dejan desde la última de sus imágenes digitales, propague su mensaje de vida para todos nosotros. Que nos haga reaccionar. Que nos invite a medirnos de otra manera, frente a nuestro “mejor yo” potencial.  Que dejemos de lado ese afán de  escribir en el hielo, para comenzar  a plasmar nuestra mejor obra con el pincel de la voluntad y la paleta  del talento, dispuestos a forjar una memoria inmune al tiempo.

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