NUESTRA IMPRONTA PERSONAL
Para ejemplos hay muchos.
En estos momentos aludo al reciente caso –muy doloroso—de 3 jóvenes
fallecidos en un accidente automovilístico en Saltillo. Las últimas imágenes compartidas por uno de los
infortunados muestra los “shots” de tequila que estaban tomando, con la leyenda
“Casual aquí, a punto de morir”, lo que horas después se cumplió.
Una de las características de nuestros tiempos es la
profunda necesidad de hacernos presentes en el mundo, decir “aquí estoy” y
dejar impronta de nuestro paso.
Contrario a lo ocurrido en otras épocas en las que teníamos un Miguel
Ángel Buonarroti esculpiendo la excelsa “Piedad” a los 23 años, o un Wolfgang
A. Mozart muriendo a los 35, no sin antes dejar para la historia un legado
musical excepcional, hoy alcanzamos esas edades y muchas más sin sentir que ha
habido una verdadera oportunidad para trascender. Cuando Goethe tenía mi edad
ya había publicado la primera parte de su intemporal “Fausto”, lo que no deja
de sacudir mi entendimiento. Más que concentrarnos en un objetivo que esté por
encima de nosotros, y al cual enfocar tiempo y talento, nos fraccionamos en
bisutería que al final del día nos deja
con un vacío interior que mañana buscaremos nuevamente llenar –desgraciadamente
por el mismo camino— con iguales o peores resultados.
El método más socorrido para manifestarnos, me atrevo a
suponer, es el de la imagen digital. Amanecemos pensando qué indumentaria vamos
a utilizar, o cómo nos vamos a arreglar para salir mejor “en la foto”. Hay inclusive sofisticados métodos de
maquillaje que aseguran que los ojos luzcan más bellos, que la cara parezca más
delgada, y que cualquier arruga o mancha engañen a la cámara. Una floreciente industria del “contour” que
debe de estar produciendo ganancias millonarias a quien tuvo el acierto de imaginarla.
Cada uno de nosotros vueltos esclavos de esa imagen que va a tomarse nos
aplicamos, nos cuidamos, a veces sufrimos y otras más nos ocultamos. Una buena parte de nuestros momentos de
convivencia se invierten en congraciarnos con la lente de esa cámara inserta en
el celular, y que tantos cambios es capaz de producir. La “selfitis” –perdón por el barbarismo—se
nos prende a la vida como ciempiés ponzoñoso, para nunca más soltarnos.
Tal vez los de edad buscamos defendernos de convertirnos en presas
de ese fenómeno digital, tan difundido entre los millennials, o tal vez ya
hayamos cedido a sus influjos y fotografiemos nuestras pantuflas al amanecer; el desayuno a las 9; la mascota a media
mañana; alguna escena callejera al mediodía; el café o la merienda por la
tarde, y la luna, o el farol, o nuevamente las pantuflas, pero ahora apuntando
en dirección contraria, hacia la cama,
al terminar el día. ¿Qué nos
estamos diciendo a gritos a nosotros mismos? ¿Qué necesidad imperativa nos
lleva a invertir tiempo, energía y tanto más, en tomar una foto cada 30
minutos?...
Somos una especie de “niños digitales”, aunque nos cueste
reconocerlo, a ratos muy solos en medio
de tanta tecnología de punta, deseando alcanzar al otro para comunicarnos, pero
con un miedo atroz de hacerlo, pues no sabemos cómo. Perdemos de vista la necesidad vital de
encerrarnos en nuestro propio espacio personal, ponernos frente al espejo y
abrir muy grandes los ojos para vernos así, desnudos, sin maquillaje, sin tener
que guardar las apariencias.
Preguntarnos qué queremos, a dónde vamos, y si estamos tomando el camino
correcto para llegar. Cuestionar cómo
queremos vernos dentro de 10 o de 20 años.
Mentalizarnos qué esperamos que nuestros seres queridos expresen acerca
de nosotros el día que muramos. Así de
simple, así de sencillo. Es la única
forma de comenzar a emprender acciones que en realidad nos lleven a trascender,
sería como plantarnos frente a nuestro
lienzo único y personal para pintar la obra más perfecta, en lugar de estar
desperdiciándonos en unos cuantos trazos sobre pedazos de papel que finalmente
el viento termina por llevarse.
¿Por qué tememos
tanto a la soledad? Quizá sentimos que estamos en el gran escenario, desde el
cual el público nos vigila y nos
juzga. O tal vez sea que necesitamos autoafirmarnos a cada momento, para de ese modo convencernos de que
existimos en el mar del anonimato.
Que la muerte tan lamentable de estos jóvenes no resulte ociosa,
que esa gran lección que nos dejan desde la última de sus imágenes digitales,
propague su mensaje de vida para todos nosotros. Que nos haga reaccionar. Que
nos invite a medirnos de otra manera, frente a nuestro “mejor yo” potencial. Que dejemos de lado ese afán de escribir en el hielo, para comenzar a plasmar nuestra mejor obra con el pincel de
la voluntad y la paleta del talento, dispuestos
a forjar una memoria inmune al tiempo.
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