domingo, 7 de abril de 2019

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza


SER EDUCADORES
Hay hechos que marcan un punto de quiebre, nos señalan que es momento de rectificar el rumbo. Uno de tales hechos corresponde al suicidio de Armando Vega Gil, integrante del grupo musical “Botellita de Jerez”.   Alguien podrá decir que  fue el desenlace de una depresión, no obstante hay un disparador muy evidente,   una acusación anónima subida a redes sociales.
     Procuro  no incurrir en lo mismo que señalo. No tengo elementos para aventurar una opinión de por qué lo hizo --algo tan común en línea--, tal vez nadie llegue nunca  a saberlo.  El hecho terrible está ahí, frente a nosotros, llamando a la reflexión.
     Cada ser humano es resultado de sus valores familiares, su preparación académica y el nivel de conciencia que él mismo se proponga desarrollar.  Difícil aplicar las matemáticas para determinar cuál será el resultado final de esa interacción entre elementos biográficos, educativos y metas personales.  Difícil, pero en cierta medida previsible.
     A partir de lo anterior, habría  que preguntarnos entonces qué nos está sucediendo como ciudadanos del tercer milenio.   Hemos tenido grandes oportunidades para informarnos y conocer, sin embargo las cuentas no cuadran. El afán de posesión ha crecido a nivel exorbitante, en tanto la parte espiritual de la persona   sufre una terrible merma.
     Es curioso, frente a la palabra “espiritual”  nos comienza un escozor incómodo, como si ello invocara  templos, monjas y cilicios, o habrá quien lo rechace  por lealtad  a  Benito Juárez, quien instauró la educación laica. De modo muy personal  interpreto  esta incomodidad como la conducta de un  adolescente, que quiere  evitar  aquello que huela a privación de la libertad.
     En su obra “Pedagogía del Oprimido” el educador Paulo Freire expresa el concepto de “educación bancaria”.  En el contexto de su obra,  describe el tipo de educación que convierte a los educandos en receptáculos donde  el educador deposita conocimientos en forma acumulativa.  Un tipo de educación que exige del educando una actitud pasiva, con cero iniciativa, contraria a lo que el propio autor considera una educación liberadora, a través de la cual el alumno interactúa con el maestro, aprende a razonar  y trabaja en equipo.  Yo iría más allá para suponer que esa “educación bancaria”  gira en torno a un solo eje rector llamado “dinero”.
     Podemos concluir que dicho modelo educativo  respondía a las necesidades del mundo de mediados del siglo pasado. El enfoque estaba centrado en la industrialización a gran escala después de varias guerras que dañaron la economía mundial.  Correspondió  al momento histórico que se vivía.
     A partir de esa reflexión habría que preguntarnos qué  requiere nuestro mundo de  hoy. Cuáles son los problemas que enfrentamos como sociedad en el día a día, para determinar qué tipo de educación se necesita en la actualidad.   Hay diversos modelos, todos ellos --cada cual por su propio camino-- convergen en un solo concepto: el humanismo
     Si nos detenemos por un momento a reflexionar, hoy en día somos más impulsivos y menos sensatos. Más violentos para actuar desde el anonimato, pero poco capaces de  dar la cara.  El nivel de información al que tenemos acceso no se corresponde con el grado de conciencia que   nuestra actuación demuestra.   Los nacidos en este milenio han desarrollado una maestría sin parangón en el manejo de la tecnología, pero están cada vez más aislados, menos conscientes de ellos mismos.
Correspondemos a una generación que expresa su narcisismo a través de la toma de un sinnúmero de fotografías, tantas de ellas insulsas. Una generación que, paradójico,    ha olvidado mirarse en el espejo del alma.  Nos convertimos en los jueces implacables, más aún en línea.  Vemos la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio.
     El verdadero proceso educativo comienza en casa, más allá  del discurso con el ejemplo.  Primero que nada nos corresponde plantarnos frente al espejo y abrir grandes los ojos, revisar nuestra propia actuación, analizar cómo somos, reconocer  qué estamos haciendo mal y escudriñar  por qué razón lo hacemos. La sinceridad frente a nosotros mismos es la cimentación de una conducta íntegra, orientada al bien común.
     Tenemos la obligación de convertirnos en modelos para nuestros pequeños. Hacer de cada hogar el microcosmos que deseamos ver replicado allá afuera, en cualquier grupo humano donde hoy priva la codicia, la falta de honestidad y la hipocresía. Somos responsables de trabajar para  que germine  la integridad   y  la franqueza absoluta,  y así decir las cosas de frente. Alejarnos de ser el que lanza la piedra y esconde la mano.
    La sociedad nos demanda enseñar a nuestros niños valores como el respeto, la empatía, la comunicación y la armonía: ¿estamos preparados para hacerlo?

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