COMUNICAR Y CRECER
“No se puede amar lo
que no se conoce” reza el refrán popular. Estoy de acuerdo con esta expresión,
máxime ahora que vivimos tiempos que dejan poca oportunidad para el conocimiento. Nos hemos convertido en una cultura “light”
con relaciones superficiales, gustos superfluos y cambiantes, que en el fondo
dan cuenta de un alto grado de insatisfacción personal.
Tal vez sólo los monjes tibetanos consigan zafarse de la
influencia de la comunicación digital, en la que la humanidad se halla
inmersa. De una u otra forma, todos
guardamos una relación con los contenidos y las vías de transmisión.
Hace un par de días, en cierto canal televisivo dedicado a
la gastronomía, una conductora lanzó un par de pifias preocupantes. Hablaba sobre el noroeste de nuestro país, y
mencionó a la letra: “Los estados de Hermosillo y Sonora”. Me pareció producto de la distracción más que
otra cosa, sin embargo, un rato más delante, al hablar sobre el recorrido del
tren conocido como “El Chepe”, mencionó que salía “de la ciudad de Chihuahua en
el estado de Coahuila”. Resulta una
inocentada para quienes somos mexicanos e identificamos el error, no obstante,
hay que tener en cuenta que el programa se transmite en diversos países, y que
–como medio de comunicación—está obligado a mantener un elevado nivel de
calidad.
La tecnología digital ha generado en nosotros urgencias,
distracciones y prisas. Los jóvenes de
hoy en día no se explican cómo es que antes, cuando no existía la telefonía
móvil, nos comunicábamos unos con otros.
Cierto, en esos tiempos la palabra tenía un peso específico mucho mayor
que hoy en día. Si decíamos “a las 5 de
la tarde en la puerta del cine”, era a esa hora y en ese lugar, ya que, de otra
forma, se generaba un problema para todos.
Cierto, había sus excepciones, personas muy informales, pero en general
todos cumplíamos más que en los tiempos actuales.
Tal vez el inicio de la televisión obligaba a tomar las
cosas muy en serio. Las primeras
telenovelas --teleteatro--, a inicios de los años sesenta, se transmitían en
vivo, y durante la actuación había interrupciones para publicidad
comercial. Desde atrás de la mampara del
fondo, aparecía un personaje con el producto por anunciar. Así recuerdo a Jorge Lavat haciendo
publicidad a “Glostora”, un fijador de cabello en gel. Es de los pocos recuerdos que conservo de tales
programas, para los cuales no tenía permiso paterno para ver. En la actualidad subir contenidos a la red
es muy sencillo; casi cualquier persona
puede hacerlo. Se pierde la formalidad
de otros tiempos y se multiplican las formas de alejarse de la verdad, ya por
desconocimiento o falta de cuidado, como el caso de la conductora que mencioné,
ya porque se imprima un sesgo informativo que beneficie a determinados
intereses.
No deja de sorprenderme la forma automática en que una
persona mantiene su vista fija en la pantalla de su equipo digital, y cómo
atiende de manera inmediata cualquier mensaje entrante. Su actitud sugiere que se ha sacado la lotería
y espera ser notificada dónde cobrarla. Es tal la utilización de redes sociales, que
termina por descuidarse lo que se dice y como se dice, dando pie a mensajes
confusos y en ocasiones contradictorios.
El lenguaje con frecuencia es limitado, poco preciso, y no da cuenta del
estado de ánimo de quien lo envía. Se
concreta a formulismos telegráficos que no proporcionan mayor idea del
contenido de fondo y todo aquello que lo rodea. Ahora bien, en cuanto a la veracidad de los
mensajes, nos corresponde ser lectores con cierto grado de malicia, para no dejarnos
embaucar por cuestiones alejadas de la realidad. El término “fake news” que puso a circular
Donald Trump, bien vale la pena entenderlo y contar con elementos suficientes
para detectar un mensaje apócrifo. Ya
sea porque lo que dice no es cierto, ya porque hay en el fondo una verdad, pero
en la forma de presentarla está el gancho para inducir nuestra respuesta en un
sentido que le interesa al autor lograr.
Cuando no tenemos mayores elementos de juicio para
discriminar entre un sitio auténtico y uno falso, nos lanzamos como el marino
sin compás magnético, a navegar por mera intuición, lo que no garantiza en
absoluto un feliz arribo a puerto.
Es menester leer, no simplemente pasar la vista por lo
escrito, sino emprender una lectura de comprensión. Cuando logramos poner en palabras propias lo
leído, podemos decir que hemos entendido un texto, antes no. Expresarnos con claridad, cuidando la
ortografía y la sintaxis, permite intercambiar
contenidos claros entre unos y otros.
De otra forma, cuando hablamos a medias y de manera descuidada, corremos
el riesgo de ser malinterpretados.
Crezcamos como sociedad mediante la forma como nos
expresamos.
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