LA GRAN OBRA
Ésta ha sido una semana de reflexión sobre el proceso educativo. De manera dolorosa descubrimos que lo que
tanto se ha escrito en libros, es cierto: Tener dentro del aula estudiantes que
dominen cálculos trigonométricos, o que
puedan citar todas las capitales del mundo, no garantiza que vayan a ser buenos
ciudadanos. Para lograr este objetivo se requiere de la aplicación de recursos
que van más allá del desarrollo intelectual de los alumnos, hacia la esfera
afectiva.
Hemos querido responsabilizar a las escuelas por la
adquisición de valores. Como si
entregáramos a sus puertas un niño a manera de piedra en bruto, y al término de
su proceso educativo recogiéramos un ciudadano ejemplar. Las cosas no ocurren de esta forma, lo
sabemos, pero la molicie quisiera
engañarnos. El aprendizaje es un proceso
de largo aliento que inicia desde antes de que un niño nazca, y que termina con
el último hálito de vida. Buscando cómo esquematizarlo, vino a mi mente el
concepto de “lego”, esas piezas de plástico en forma de bloques, con las cuales
pueden construirse diversas estructuras tridimensionales.
El término “lego” proviene de una frase danesa que significa
“juega bien”. El concepto original fue
creado por un carpintero de Dinamarca, llamado Ole Kirk Christiansen, quien, en
1932, en la Gran Depresión, comenzó a construir juguetes de madera. A partir de esa idea más delante inició la fabricación de juguetes de plástico, dando lugar
a la industria que hasta la fecha ostenta dicho nombre. Las piezas de construcción de distintos
colores estimulan la creatividad de
pequeños y grandes; hay figuras que han alcanzado renombre por su
maravillosa precisión. A la fecha existen
en el mundo juegos, festivales, concursos y más, inspirados por el concepto
original del bloque de construcción.
Justo así, como una gran estructura que se construye a
partir de cero, con piezas pequeñas que van ensamblándose unas con otras en el
tiempo, es la forma como el ser humano se construye –o se deconstruye—hasta
constituir un adulto con necesidades propias, recursos únicos y visión particular. Un adulto capaz de encajar en la sociedad o de
retarla hasta la muerte.
Considerando la pequeñez de las piezas en relación con el
todo, podemos entonces entender que el proceso educativo es minucioso, puntual,
y demandante. No es susceptible de
improvisaciones, no puede hacerse en un día lo que no se ha venido haciendo en
mucho tiempo. Además, hay algo fundamental:
No se construye con palabras, sino con hechos.
El ejemplo que dan los educadores al educando es la pieza fundamental en
su formación. La incongruencia entre el
ser y el decir, o entre el ordenar y el actuar, traba el proceso, mismo que debe funcionar como una fina maquinaria de
relojería, con absoluta precisión.
Entonces viene la pregunta: ¿Cómo vamos a lograr esa
precisión si somos de carne y hueso, y nos equivocamos? Cierto, no podemos colocarnos por encima de
nuestra condición de humanos para educar. Tenemos que hacerlo a partir de ello,
con la mente despejada y el corazón abierto.
Alejando las nubes tóxicas de nuestro panorama; documentando un plan de vuelo con información veraz y
confiable, y echando mano de la honestidad.
Como padres, reconocer una falla, decir “me equivoqué” no nos disminuye
frente a los hijos, por el contrario, revela nuestro auténtico afán de
mejorar. En cambio, una mentira, una
mala intención, nos restan puntos frente a ellos, los alejan y desencadenan la
espiral de desconfianza. Frente a los
alumnos corresponde desarrollar la autoridad moral. No queramos imponer por la fuerza la
autoridad formal, mandando el mensaje de que un puesto de trabajo es licencia
para transgredir el orden que pretendemos exigir a otros.
Como piezas de lego, una a la vez, revisando que corresponda al sitio donde debe ir
acomodada. Colocándola con sumo cuidado,
sin perder de vista la gran estructura que imaginamos con la mente y cobijamos
con el corazón. Revisando de tramo en
tramo la solidez del avance; cualquier falla del ensamblaje, para enmendar en
el momento, antes de que nos venza la inercia de una falla que no se corrige con
oportunidad.
El gran arquitecto imagina, calcula, se prepara. Y hasta entonces comienza a construir lo que
será su edificación. Las cosas tienen un
orden lógico, el cual no puede alterarse a capricho. La obra habla por su autor; da cuenta de su capacidad;
lo representa. Por dicha razón es cuidadoso en la selección de materiales, en
la planeación y ejecución. Vigila el desarrollo de la estructura; mide su
firmeza y resistencia. Y así, de este modo, esfuerzo y tiempo dan los frutos
deseados.
Como si trabajáramos con piezas de lego, es como se emprende la
formación de un ciudadano. No hay que
olvidarlo.
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