Cómo no amar al mundo, con sus pequeñas grandes maravillas que me sorprenden cada día. Cómo no asombrarme ante el despliegue de tonos claros que, como tapiz cambiante revisten su cielo de mañana.
Y por las noches, en cambio, ese mismo pedazo de universo se cubre de un
terciopelo negro profundo sobre el que titilan los ángeles que se nos han
adelantado.
Cómo no maravillarme ante el canto de la calandria; el milagro
de que, en mañanas gélidas como esta, las avecillas recién nacidas no mueran por
un frío que a mí me inmoviliza.
Cómo no plegarme ante el portento de la araña del tamaño de
una lenteja, que construye catedrales de seda en cualquier rincón.
Trato de abarcar con mi mente esa perfecta armonía de mi
pequeño patio, donde pasa la vida en mil formas distintas. Me enseña que,
si cada criatura respeta los límites de las otras, el equilibrio se mantiene
para bien de todas.
Ahí está Dios, entre mis macetas; escondido detrás de las
hojas de una planta que se aferra al muro para avanzar y revestirse de flores cuando sea su tiempo. Está en el canto de las aves y en el filón de
luz que, desde esta temprana hora, se cuela a través de un cielo que amenaza aguanieve.
¡Cuánto hay que aprender sobre la vida, desde sus tiernos
inicios hasta la muerte que a todos nos rasa por igual! Ahí podemos leer tratados acerca
de la paz y la justicia que debería regirnos a nosotros los hombres. Todo está en asomarse un momento y dejarse
arrobar por su grandeza maestra, los milagros que ocurren de manera incansable, para entender, de una vez por todas, al
prodigioso universo en el que tuvimos la fortuna de nacer.
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