domingo, 25 de julio de 2021

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

 

TOKIO 2020

Los Juegos Olímpicos representan la cúspide del desempeño para deportistas y equipos de todo el orbe. Los primeros de los que conservo plena memoria son los de México ’68, cuya inauguración presencié al lado de mis padres. Fue a través del televisor familiar marca Admiral, de trece canales, blanco y negro, como vimos ascender a Queta Basilio portando la llama olímpica para encender el pebetero. Recuerdo la liberación de palomas blancas representando la paz entre los pueblos, lo que fue doblemente significativo, pues habían pasado dos semanas de la matanza de Tlatelolco, y ese mismo año, en el mes de febrero, el Comité Olímpico había aceptado el reingreso de Sudáfrica a la justa deportiva, algo que generó malestar en diversas naciones que pensaron en cancelar su participación en México. Además de que se cernió la sombra de un boicot durante los días de competencia.

Aquellos Juegos Olímpicos fueron muy significativos para mí. Recuerdo momentos, como la competencia de Felipe “Tibio” Muñoz en natación, que lo hizo acreedor a la medalla de oro en 200 metros braza. Supongo que las cadenas televisivas sólo transmitían momentos estelares, o tal vez las reglas paternas de ver poca televisión, limitaron mi acceso a las competencias. Lo contrasto con estos tiempos, cuando alcancé a sintonizar la ceremonia inaugural casi por casualidad, perdida en la asombrosa cantidad de contenidos audiovisuales con que contamos hoy en día.

La nación nipona me asombra por el cuidado que tiene para organizar y ejecutar cada evento. Movilizar la justa mundial de un año para el siguiente, debido a la pandemia, y llevar a cabo la ceremonia en un estadio prácticamente vacío, cuando aún el día anterior estaba latente la posibilidad de cancelar. Desarrollar el programa sin un solo contratiempo, teniendo en cuenta grupos significativos como es el equipo de refugiados –que en lo personal no conocía--, los atletas veteranos y el personal del área de la salud que ha enfrentado con la mayor entrega al COVID, además de un grupo de niños deportistas, que lanzan para el mundo un mensaje de esperanza.

El deporte representa un área ideal para desarrollar la sana competencia. En las distintas disciplinas se pone a prueba el carácter del deportista, su preparación previa y la organización que respalda su participación. Es una excelente forma de aprender a enfrentar la vida con sus retos; altas y bajas. Los deportistas comienzan a prepararse desde sus primeros años, y aquí no cabe el paternalismo. Son los resultados que obtienen dentro del quehacer deportivo los que van colocando a esos chicos cada vez más alto.

Los padres quisiéramos que nuestros hijos fueran siempre felices, ¡claro que sí! Sería irreal pretender despejar el camino para ellos, que no tuvieran el mínimo tropiezo. La vida no es así, van a hallar obstáculos, van a tropezarse y caer. Tal vez salgan heridos. Necesitamos dejarlos andar su propia ruta. En primera, porque los padres no somos eternos, ni tenemos manera para garantizarles un camino llano. En segunda, --más importante todavía—porque ellos tienen derecho a vivir su aprendizaje personal. Cada caída, cada dolor, deja una marca que ayuda a formarlos. Después de enfrentar una dificultad habrán aprendido a utilizar sus propios recursos y habrán crecido, y serán mejores de lo que fueron ayer. ¡No les privemos de esa valiosa oportunidad que es suya, nada más! Cierto, nos corresponde apoyarlos, estar a su lado, tener disponibilidad para escucharlos. Sí, eso sí, pero no se trata de querer librar sus propias luchas, lo que manda un mensaje muy negativo, un mensaje de invalidación, como diciendo: “Tú solo no puedes”.

Las ceremonias olímpicas me resultan muy emotivas. Representan las conquistas del ser humano por encima de las dificultades que se van presentando en el camino. Los ideales que nos llaman a ser mejores cada día. La esperanza de que esta lucha particular, que ahora enfrentamos, va a llegar a un final. En lo personal me recuerda la magia de mi propia infancia, cuando esas imágenes en blanco y negro, desde el televisor familiar Admiral, en compañía de mis padres, se colaban hasta el corazón a entregar un mensaje cargado de entusiasmo. Esta vez, trece ediciones después, en un ambiente totalmente distinto al de aquel evento de 1968, el primero del que guardo clara memoria, las cosas muestran grandes contrastes: Casi perdido entre el alud de contenidos audiovisuales, el evento inaugural me llega como un viento refrescante para indicar que no todo está perdido y que sigue viva la esperanza. Me indica que el ser humano posee dentro de sí todas las posibilidades de desarrollo. Que es capaz de llegar tan alto como se lo proponga, y que no hay reto alguno que logre apabullarlo.

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