domingo, 30 de enero de 2022

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

 

NUESTRA PROPIA RUTA

Acaba de morir Thich Nhat Hanh, monje budista vietnamita, líder espiritual, quien trabajó a lo largo de su vida a favor de la paz, y deja tras de sí un inmenso legado de sabiduría. Él fue quien introdujo al mundo occidental el término “mindfulness” que tanto ha florecido en nuestros tiempos.

En lo personal –debo confesar—conozco poco de él. Es de esas figuras a las que, en mi caso, lamento no haberme dado el tiempo o la atención para conocer más a fondo. Afortunadamente, a pesar de su ausencia física, podré estudiar con detalle, a través de su legado maravilloso.

Desde la adolescencia me ha atraído mucho la cultura oriental, su forma de ver la vida y la muerte. En vida el Maestro Thich expresó, a propósito del momento cuando fuera a dejar este plano físico, y como respuesta a un discípulo que quería construir un túmulo funerario en su memoria: “No estoy aquí, ni tampoco estoy ahí afuera. Es posible que me encuentren en su forma de respirar y caminar”. “Este cuerpo mío se desintegrará, pero mis acciones continuarán…”

Lo anterior me llevó a reflexionar respecto a los grandes sabios que ha tenido la humanidad. Contrario a lo que querríamos suponer de entrada, lo más trascendente es justo lo más simple, aquello que es común para todos nosotros. No se trata de fórmulas matemáticas complejas ni de elementos sofisticados que sólo unos cuantos pueden entender. Lo que en realidad trasciende a través del tiempo y del espacio es aquello que nos hermana a todos, sin importar la edad, la escolaridad, la geografía o el nivel de ingresos.

En lo personal algunas de las más grandes lecciones de los últimos lustros, las he aprendido en mi patio: pequeño, provisto de múltiples plantas detrás de las cuales tantas veces encuentro el rostro de Dios sonriendo. La naturaleza llega para darme lecciones de fortaleza, de resiliencia y de armonía, como si se tratara de grandes libros de donde abrevar sabiduría.

Al frente de la casa hay un área común con un par de palmeras que brotaron por su cuenta, sin que nadie las sembrara. Tienen entre seis y ocho metros de altura, y en el extremo superior sus hojas desarrollaron un copete que da albergue a múltiples nidos de aves. Hace años algún vecino mandó rasurar esos copetes; fue tristísimo encontrar en el suelo múltiples nidos con huevecillos, y lo más impresionante fue observar a todos esos pájaros sin hogar, pasmados, haciendo guardia en los barrotes de una ventana aledaña. Estuvieron un par de días y finalmente desaparecieron.

Viene a mi mente esta imagen tan dolorosa y la multiplico por 20,000, número de árboles talados inútilmente para el paso del Tren Maya. Se percibe una total falta de empatía hacia otras especies, un afán utilitario extremo, en el cual lo que importa es la obra y sus dividendos, como manifestación grotesca de un capitalismo que se disfraza bajo una piel de oveja.

Regresando al recién desaparecido maestro budista: “Si piensas que sólo soy este cuerpo, entonces no me has visto realmente…” Esto es, el hombre trasciende a través de sus obras, no como un lugar común que nos hace soñar con ser los conquistadores del mundo, poseedores de un alto renombre y una fortuna asombrosa. Lo que se busca es ser un elemento más del universo en que nos ha tocado vivir ahora, alguien que va dejando huella en aquello que le rodea, día con día, mucho antes de morir y ser llorado. Es tal vez la gran paradoja del mundo en que vivimos, giramos en torno a un eje existencial de angustia que no nos permite alejarnos del propio ser para asomarnos más allá, a entender que todos los que este día respiramos, somos parte de una pléyade de seres vivos destinados a vivir en forma armónica. Que tanto cuenta la vida del gorrioncito que fue despojado de su casa, o la parte de selva devastada, como la vida del mayor de los eruditos. Diría mi apreciado maestro Guillermo Gutiérrez Calleros, porque los átomos que ahora nos conforman, han formado parte de muchos otros seres a lo largo del tiempo y del espacio.

El egocentrismo nace de una angustia existencial. Como que no hemos comprendido que la vida y la muerte son un continuo y que nuestra participación en esa ruta infinita debe emprenderse con docilidad, como parte de los elementos que conformamos el cosmos. Más ahora que la muerte nos ronda tan de cerca, entenderlo es providencial. Asumir que nuestro espíritu ocupa temporalmente una casa que cambia día con día, aunque no alcancemos a percibirlo. Que, pese a ello nuestra esencia es la misma, y así como un día llegó y nos habitó, así partirá. Un misterio determinar cómo y a dónde. Las creencias personales son la estrella polar que nos orienta. En la medida en que lo entendamos, el espíritu estará en condiciones de seguir su propia ruta.

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