LEYENDAS DE PRAGA
Tengo unos días de haber regresado de un maravilloso paseo
familiar por parte del Viejo Continente.
Las vivencias apenas terminan de acomodarse en la galería de recuerdos y
comienzo a ordenar lo experimentado cada momento en aquellas hermosas tierras
señoriales.
Conocer Praga me dejó una serie única de sentimientos
encontrados. Ciudad conocida como la de las cien torres o cien agujas, por sus abundantes
edificaciones terminadas en punta, se halla bien integrada al sistema
capitalista actual, que conserva y honra testimonios históricos, tanto medievales
como de la primera mitad del siglo pasado.
En sus edificios, unos de piedra y otros de sobria arquitectura
estalinista conviven la majestuosidad de una historia esplendorosa, las heridas
de un sistema represivo, y las comodidades del mundo actual. Lo hacen en total armonía, de modo que el
ciudadano checo de hoy logra preservar las dolorosas memorias de padres y
abuelos que le formaron, junto a los avances tecnológicos que le facilitan su
desplazamiento ciudadano. Muchos
edificios dentro del primer cuadro de la ciudad conservan fachadas adornadas
con imágenes de bulto propias del sistema socialista, son figuras
representativas del proletariado de época sobre un fondo sobrio de color
uniforme y contornos angulosos que dan cuenta de la uniformidad con que los
ciudadanos de mediados del siglo pasado eran provistos de un sistema de
vivienda similar para todos.
Lo anterior contrasta con la majestuosidad de grandes
edificios pertenecientes, según la época, a las cortes o a los grandes
potentados que desplegaban sus riquezas sin recato alguno frente al
proletariado. La conocida como “ciudad
pequeña” que incluye el castillo Visehrad y sus alrededores, en lo más alto de
la ciudad, contrasta con la “ciudad vieja” llena de historias fantásticas que
recorren callejuelas, hasta venir a terminar a la altura del río Moldava, que
separa ambas ciudades. Destaca el
complejo del castillo en lo más alto de la ciudad, cuya altura y majestuosidad
se impone por sobre el resto, y se aprecia desde todos los puntos de la ciudad,
muy en particular cuando se emprende un paseo por el río en un bote turístico
que permite ir pasando por debajo de los puentes de piedra, en particular el
conocido como “Carlos IV” en honor al rey más querido, a cuya memoria se
erigieron infinidad de obras urbanas.
Para seguir conociendo más de esta ciudad a la vez tan bella
como misteriosa, provista de grandes contrastes que la vuelven única, adquirí
un libro de la escritora Alena Jezková.
Contiene una recopilación de leyendas urbanas praguenses, que dan cuenta
aún con mayor detalle del ánimo que mueve a sus habitantes a mantener esa forma
de ser: de entrada, estoica, pero que, al comenzar a interactuar con ellos
permite el surgimiento de un característico sentido del humor.
No faltaba más: el libro comienza hablando del famoso reloj
astronómico que, incansable, da la hora, en tanto una calaverita sobre su
margen derecho activa una campana, y en una ventana central, por encima de la
magnífica carátula de seiscientos años de antigüedad, van pasando las figuras
de diversos santos de la iglesia católica.
El evento repetido cada hora se convierte en todo un acontecimiento para
turistas, que esperan, aparatos celulares en mano, el inicio de las campanadas,
según marcan con singular precisión dos relojes ubicados a los lados de la
carátula. Este mecanismo fue construido por Nicolás de Kadañ en 1410 y
perfeccionado por Hanus de Rúze a finales del siglo XV. La historia cuenta que el maestro Rúze, luego
de su gran éxito en Praga, comenzó a recibir propuestas de otras ciudades
europeas para construir un reloj similar o superior al recién perfeccionado. Los rumores provocaron que los concejales
actuaran contra él, de forma de impedirle que construyera otro reloj. El maestro quedó ciego; asumió su
incapacidad, pero de alguna manera consiguió vengar la agresión recibida en su
contra. Logró llegar a la torre del
reloj y romper el mecanismo del aparato, que resultó dañado y en ese mismo
instante el maestro cayó muerto.
Tuvieron que pasar muchos años hasta que dicho mecanismo fue reparado
para maravilla de los miles de visitantes que acuden a lo largo del día a
disfrutar sus campanadas y de la algarabía que cunde cual pólvora cada vez
cuando el reloj está a punto de marcar la hora.
Seguiré compartiendo más historias, de esas que juguetean
por las calles empedradas, como traveseando. O quizá les relataré el goce que
sentí al hallar en el exhibidor de una librería el libro póstumo de Gabo en
checo: “Uvidime se v srpnu” por 299 coronas, mientras me invadían los sonidos
alegres de la ciudad que supo renacer de un sistema opresivo para tomar nuevos y
maravillosos aires.
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