He aprendido que hágase lo que se haga la edad nos va a alcanzar. Botox, cirugías, cremas, ejercicios, dietas, silicones y demás, disfrazan, disimulan el embate del tiempo, pero de que llega, llega. No se retarda, se puede encubrir, pero implacable es y se muestra aun tras la mejor máscara que se utilice para ocultarla.
Grave problema cuando no van en paralelo la edad y la aceptación de llevarla dignamente, acudiendo a estos trucos que ofrece la modernidad para lucir mejor, llegando al extremo de convertir en vicio las técnicas de rejuvenecimiento. El uso continuado de cada una de las piezas de nuestro cuerpo va a llevarnos al deterioro, y la fuente de la eterna juventud tan prometida y para algunos tan deseada, finalmente solo nos llevaría a ser un cuerpo joven con vivencias y experiencias maduras, incongruencia total que de ninguna manera suena tampoco un ideal. Mantener fresco el espíritu, si, pero sin negarle el beneficio de la experiencia, la madurez que lo hace resistente, que nos impide riesgos que otrora nos fueron permitidos y hasta festejados.
Todo tiene un límite de tiempo, el ser humano también. La vida extiende un contrato al nacer donde se oculta la fecha de vencimiento, pero muy claras tiene las cláusulas donde señala que iremos envejeciendo. Ser maduro, de la tercera edad, anciano, no es sino camino seguro de los más afortunados, si es que se consideramos que la vida es nuestra mayor fortuna. Nada se nos promete, nada se nos asegura, todo puede pasar, pero somos cautivos de seguir las reglas de la vida con la gran facultad de tener voluntad propia de cómo hacerlo. Aceptarnos con mayores o menores desventajas, con la conciencia de que tarde que temprano la edad nos alcanzará por más que intentemos escaparnos.
Vivir con dignidad nuestra edad con destellos de juventud que no encandilen, no perder el gusto por vivir y hacerlo intensamente a la medida que el deterioro implacable de nuestro cuerpo y nuestra mente nos lo permita, es un deseo que pretendo que, en lo personal, sea una realidad.
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