observa con atención sus juegos, escúchalo reír.
Pregúntale por sus cosas, hazle saber que lo aceptas,
que es importante por el simple hecho de haber nacido.
Despierta en él la propia estima, que aprenda a quererse
aún cuando a su alrededor nadie más lo anime a hacerlo.
Arrópalo con tus palabras, con tu interés…
¡Tantas veces un abrazo es la diferencia abismal entre la vida y la muerte!
Ponte en cuclillas para hablar con él, que tu cabeza y la suya queden a una misma altura.
Hacerlo no es disminuirte sino todo lo contrario:
¡Es tener una mayor perspectiva para contemplar las estrellas!
Toma un niño, un solo niño, el que tengas más cerca, y háblale de Dios.
Muéstrale sus obras maestras: Sus propios sentidos, una flor, el canto del gorrión;
la música del agua. Tantos regalos que están ahí esperando ser descubiertos
por nosotros, insensatos, que pasamos frente a ellos con la nariz levantada.
No necesitas un lenguaje complicado para hablar con un niño; eso sí,
requerirás una gran dosis de buen humor, suficiente como para que aprendas
a reír de tus propios errores con total indulgencia.
No lo sabrás ahora, pero quizás la calidez de ese encuentro sea salvadora,
quizás esté propiciando el nacimiento del hombre nuevo que el mundo necesita,
y que no parece encontrar entre sus modelos de alta tecnología.
Toma un niño, un solo niño, el que tengas más cerca,
míralo a la cara, planta en tu rostro la mejor sonrisa y extiende tu mano en un saludo.
Canta y ríe, juega con él como no has vuelto a hacer desde tu propia infancia.
Una cosa es cierta: ¡Con algo tan simple habrás cambiado su vida para siempre!
¿Y por qué no? … Bien puedes haber modificado el rumbo de la historia.
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