[ Entonces ]
Cuando el mundo se convirtió en el mundo
la luz brillaba como de costumbre
sobre un reloj indiferente,
el aire estaba lleno de comienzos
y mil veces en mil calles distintas
alguien se tropezaba en una piedra
y esa piedra le abría los ojos;
fue la ocasión que todos esperábamos
para tomar las mismas decisiones,
besar de nuevo el mismo suelo,
decir los hasta luego de anteayer;
y el rostro amado y rutinario
que fingía escuchar
o brindaba una mano distraída
volvió a apartarse antes de tiempo.
Detrás de las ventanas crecía la penumbra,
una gaviota hurgaba en la basura
y los niños jugaban casi a ciegas
ignorando los gritos de sus madres.
Era un día cualquiera bajo el cielo,
con su ruido de fondo en nuestras venas
y el hollín de la noche borrando cercanías.
Quien guardó una moneda en su bolsillo
no fue más rico a la mañana.
Nada ocurrió que pueda recordarse,
ninguno de nosotros se dio cuenta
cuando el mundo se convirtió en el mundo.
[ El visitante ]
Avanzó entre las tumbas del viejo camposanto
buscando una inscripción, un nombre familiar.
El sol brillaba ecuánime sobre cruces y lápidas
perfilando las muescas funerarias
con su buril de sombra.
Oyó voces lejanas, un coche que arrancaba,
pero evitó volverse. Mejor pisar la hierba,
caminar junto al muro tachonado de musgo
entre mosquitos perezosos
y allí, como quien cumple una vieja promesa,
arrodillarse lentamente
y limpiar con las manos la piedra de otro tiempo,
la firma irrevocable que justifica un viaje:
su propio nombre.
[ Con los ojos abiertos a la orilla del mundo ]
Fueron los tiempos de la nueva austeridad.
Lunas rotas en los escaparates
y el viento atravesando los relojes;
rostros que los espejos no apresaban
y palabras manchadas por el hambre.
Los perros iban y venían por el barrio
imitando las formas grotescas de los árboles.
En sus paseos dibujaban una selva de aromas
y al fondo de la selva un templo reluciente,
lleno de pájaros que nunca oiríamos.
Todo el mundo salía con maletas,
estábamos en tránsito sin ganas de viajar.
Lejos de la sospecha de los patios
el cielo planteaba ecuaciones incomprensibles
como el habla de los enamorados.
Muchas veces el sol brilló por su ausencia,
muchas veces lo hicimos brillar en sueños.
Cada día durante un año
llegaron cartas de lugares por explorar,
cartas en blanco para mi padre muerto.
Y el cartero, con las primeras luces,
se apoyaba en un muro desconchado
para calmar su sed
en la niebla insistente
que mordía sus pasos.
Tomado de http://www.elmalpensante.com/ el 18/04/12
No hay comentarios.:
Publicar un comentario