EL PAPA FRANCISCO Y LA IGLESIA
Para buena parte de la población mundial esta
semana se ha vivido un momento de gran trascendencia en los
últimos tiempos. La elección del Papa
Francisco significa una oleada de
esperanza para el mundo católico.
Como institución la Iglesia Católica Romana
ha experimentado una serie de crisis en los pasados lustros. Desde la elección de Juan Pablo I y su
inesperada muerte, hasta la renuncia de Benedicto XVI, la Iglesia ha debido
sortear grandes dificultades que, entre otras cosas, ha generado una
disminución, tanto en el número de
creyentes como en las vocaciones sacerdotales y religiosas.
Su carácter tradicionalista ha debido
enfrentarse con las tendencias propias de la modernidad, lo que en mayor o
menor grado ha provocado conflictos y deserción. Temas como el control de la natalidad por
métodos artificiales, el aborto, o la ordenación sacerdotal de mujeres son
tópicos frente a los cuales la Iglesia Católica ha definido una postura muy clara de rechazo. A quienes hemos vivido dentro de esta fe no
nos extraña, y de alguna manera asimilamos y aceptamos que así son las cosas.
Yo me atrevería a afirmar que más que deserción estos temas han ocasionado
el surgimiento de corrientes dentro de la misma Iglesia, como es para España y
Latinoamérica el caso de “Católicas por el derecho a decidir”, quienes siguen
considerándose católicas, aunque definen su postura particular en asuntos de
planificación familiar y aborto, entre otros.
Sin embargo, quizás el tema que ha ocasionado
mayor desencanto y rechazo en los últimos cuarenta años, sea el relativo a los casos de conductas sexuales inapropiadas
por parte de sacerdotes, y muy en particular los casos documentados de pederastia,
y lo que hasta ahora se percibe como un encubrimiento por parte de las
autoridades eclesiales, al menos para quienes tratamos de entenderlo como
laicos.
Por desgracia el mensaje que llega a
interpretarse es el siguiente: No tengo por qué responder si ejercito mi sexualidad de un modo que perjudique a otros, en particular a niños
pequeños a los que someto en razón de la autoridad que ejerzo sobre
ellos.
Surgen las primeras voces de denuncia, pero
pronto son acalladas. En distintos
países las voces son cada vez más, pero debieron de pasar muchos años para que
la propia Iglesia las atendiera. Y en
diversos casos pareciera que al tener conocimiento de un caso, lejos de obligar
al sacerdote a responder por ello, solamente se le cambió de lugar de residencia, y el abuso
continuó.
Esos silencios cómplices han cobrado un
precio muy elevado en términos de fe. No
es de extrañar que así suceda cuando a quienes, en función de su jerarquía
eclesial debían de servir de modelos, descubiertos sus actos inapropiados, se les
encubrió, y se les mantuvo en posición
de seguir cometiéndolos.
Llega el Cardenal Jorge Mario Bergoglio
contra todos los pronósticos. El primer
jesuita, el primer latinoamericano, no considerado esta vez entre “los
papables”, con una historia de una vida
sencilla y humilde en su natal Argentina.
De alguna manera los ojos del mundo estaban
puestos sobre él desde el primer momento,
cuando se conoció que asumía el
nombre de “Francisco” y apareció en el balcón papal. Hasta ahora cada uno de sus actos ha
resultado simbólico, tiene una interpretación dentro del imaginario colectivo
de los católicos, y resulta como una fresca oleada de esperanza.
Confiamos en que haya cambios sustanciales
para la Iglesia. Que ocurra un cambio a
favor de los más necesitados, dejando de lado todo
signo de ostentación. El Papa Francisco,
al menos en estos primeros días ha dado cuenta de un ser humano íntegro,
humilde, con sensibilidad social; lo
manifiesta a través de sus primeros actos públicos, y da cuenta de ello su
biografía.
Existe la urgente necesidad de una iglesia
incluyente aunque firme. Una iglesia
que llame a las cosas por su nombre, y que no se deje seducir ni doblegar. Necesitamos una iglesia cuyo llamado sea
interpretado como auténtico, un llamado hecho por un clero que reconoce su
vocación de santidad, y actúa en consecuencia.
A nosotros como laicos nos corresponde
también actuar de manera consistente, entendiendo que nada queda por encima del
Evangelio, ni la comodidad, ni el dinero, ni los intereses particulares.
Entender que Cristo nos hace un llamado
único: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Y que el amor no es la condición aséptica y
lejana, sino que implica ensuciarnos manos y pies con el barro que pisan los pies desnudos de nuestros hermanos más
necesitados.
Dios bendiga y guarde al Papa Francisco, y
que nos conceda a todos nosotros vivir
el amor de Dios de la única manera verdadera, como sagrada misión, a través de
las pequeñas obras de cada día.
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