Antes de iniciar la
presente colaboración leí con
detenimiento el texto correspondiente a la homilía del Papa Francisco durante la misa
que marcó el inicio del Ministerio como Obispo de Roma. Aún cuando la “juventud acumulada” me
ocasiona períodos de insomnio que esta vez resultaron afortunados, pues pude seguir
en plena madrugada la transmisión en vivo desde el Vaticano, para ahondar en los
conceptos vertidos en la homilía,
bendita tecnología de la información, conseguí el texto íntegro casi de
inmediato.
En lo personal, debo reconocer que hice clic instantáneo con el
Papa Francisco desde sus primeras palabras aquel 13 de marzo, cuando de la
manera más sencilla pidió “oren por mí”, y en el curso de los días han surgido nuevos detalles que encuentro
auténticos y cautivadores. Uno de ellos
tiene que ver con su atuendo en extremo sencillo: Ha utilizado para esa
misa solemne los mismos zapatos con los que llegó al cónclave como cardenal:
Negros, algo gastados, de suerte que ni el mejor betún alcanzó a disfrazar las marcas
que miles de pasos han dejado en ellos. Algo así lo pinta de cuerpo entero.
Quizás uno de los grandes problemas de la
religión (de cualquier religión, no solamente la católica), es que aspiramos a hallarnos tan cerca de Dios, hasta sentir que podemos tocarlo desde nuestra
burbuja impoluta, en tanto que nos vamos
aislando totalmente del resto del mundo.
Pretendemos vivir la religión desde la perspectiva de: “Dios y yo”,
y tendemos a desatender cuanto suceda
más allá de nuestro entorno inmediato.
El mensaje del Papa fue muy claro e
incluyente, invitó a hombres y mujeres a leer con realismo los acontecimientos
que nos rodean, como en su momento hizo
José. Nos conminó a tener respeto por todas las
creaturas de Dios, y por el entorno en el que vivimos. Lo que nos permite leer entre líneas algo así
como: “dejemos de destruir el mundo que Dios nos dio para construir la vida eterna
desde la tierra”.
Más delante nos llamó a custodiar a la gente
con amor, en particular a nuestros niños y ancianos, pero también dejó muy
claro que debíamos velar por aquellos que se quedan en la periferia de nuestro
corazón, y por quienes –acotación mía—en ocasiones sentimos hasta
desprecio. Tan simple como esto, cuando nos enteramos de que hubo un enfrentamiento
armado entre miembros de dos bandas delincuenciales y que muchos murieron,
nos asalta el pensamiento de decir “pues ellos se lo buscaron, para qué andan
en eso”, actitud muy alejada de la propuesta que nos está haciendo el Papa a
todos.
Francisco hace especial énfasis en la custodia
por parte de la familia, los cónyuges uno del otro, luego padres a hijos, y más
delante en sentido contrario, cuando los hijos se convierten en custodios de
los padres ancianos.
No dejó de sorprenderme que el pontífice se
refiriera a las amistades haciendo un
llamado a cuidarlas en el respeto, la confianza y el bien. Hemos generado un mundo muy apegado a las
cosas materiales, en el cual la amistad no siempre se valora más allá de la utilidad que pueda reportarnos.
Francisco lo dice con claridad: Todo está
confiado a la custodia del hombre, y cuando no nos preocupamos por la creación
y por los hermanos, gana terreno la destrucción y el corazón se queda
árido. ¡Cuánta luz hallé en estas
palabras! Custodiar es vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón,
porque de ahí provienen las intenciones, tanto constructivas como destructivas.
¡Qué duro golpean esas dulces sentencias
cuando nos hemos dejado seducir por lo inmediato, la búsqueda de satisfacciones, el propio
placer antes que nada! Tanto así que nos
la creemos y lo justificamos.
El Papa conoce el corazón del hombre, no está ajeno a entender el modo como se ha
desvirtuado el concepto “persona” a
causa de ánimos destructivos. Nos llama
a permitirnos albergar la bondad, a no temer a expresar la ternura advirtiendo
que lejos de que esta última represente un signo de debilidad, es fortaleza de
ánimo, empatía, y finalmente amor.
Como parte de esa reflexión acerca de la
naturaleza del hombre actual y las ambiciones que lo mueven, nos recuerda que el verdadero poder está
fincado en el servicio, y que sólo el que sirve con amor será capaz de
custodiar aquello que Dios nos ha encargado a todos.
“Apoyado en la esperanza, contra toda
esperanza”. Con base en la fe de Abraham
nos llama a plantar la mirada más allá de los nubarrones, de manera de abrir un
resquicio de luz y llevar el calor de la esperanza.
“Protejamos con amor lo que Dios nos ha
dado.” Respeto al derecho que todos tenemos de una vida digna, para construir una escalera al cielo.
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