domingo, 2 de junio de 2013

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza


MANON Y LA PALMERA
A lo largo de las dos últimas semanas he enfrentado un singular dilema;  algo que quizá para cualquier otro ser humano sobre el  planeta no represente mayor dificultad, en mi caso  provoca un conflicto que no  alcanzo a resolver.
   La reja de entrada a ésta, su casa, se ancla al suelo por un pequeño poste que hay que levantar para  liberar la reja.   Justo en el orificio hecho en el cemento para que entre este poste, nació y viene creciendo con singular entusiasmo el retoño de unas grandes palmeras vecinas.   Lo que inicialmente fue un brote insignificante se ha convertido en una réplica exacta de sus colosales progenitores;  tendrá unos quince centímetros de altura, lo que  frente a la talla de sus padres es apenas cualquier cosa, pues aquéllas tienen una altura equivalente, sólo que en metros.
   Cada vez que saco el vehículo me veo forzada a retirar y luego recolocar el poste, y me percato de la forma singular como la palmerita crece, replegando sus raíces para alejarlas del centro del agujero.  Cuando ya comencé a ver el brío con que crecía traté de sacarla de cuajo para trasplantarla, pero sus raíces están bien sujetas a la tierra bajo el cemento, de suerte que separarla con fuerza, equivaldría a acabar con ella.
   Reconozco que cuando en el planeta hay problemas tan grandes como el aumento en el número de  muertes por coronavirus, o mientras que en   los conflictos bélicos de oriente hacen su aparición peligrosas armas químicas, el problema de mi palmera es cosa de niños.  Sin embargo yo que la tengo justo aquí, frente a mis ojos, y que debo lidiar con el dilema de qué hacer con ella cada vez que saco o meto el vehículo, lo percibo como un asunto serio.  Aunque,  por otra parte, ello me ha  dado oportunidad de   reflexionar acerca de la vida, y visualizar con otros ojos –los de la palmera—el modo como nosotros los humanos actuamos sintiendo que nuestra  sola voluntad  nos coloca encima de las leyes de la naturaleza, lo que finalmente es una falacia.
   Hace un par de días comencé a leer “Manon Lescaut”, del francés Abbé  Prévost.  Escrita en 1731, da cuenta del amor apasionado de un joven de familias adineradas  que conoce a Manon, mujer rodeada por el misterio.  Se prenda de ella de tal modo,  que deja de lado consejos y proyectos paternos  para seguirla.   Particularmente sensibilizada por mi historia personal con la palmera que se niega, tanto  a morir como a ser trasplantada, el amor de Chevalier y Manon con esa fuerza imparable, me llevó a entender que finalmente la vida se abre paso siempre.   Chevalier estaba destinado a seguir una carrera eclesiástica, pero en cuanto conoce a Manon, las expectativas paternas y los proyectos académicos personales quedan a la deriva.
   Alrededor del mundo suceden cosas de lo más extrañas, algunas de ellas capaces de desafiar toda lógica. 
   Padres que someten a sus hijos recién nacidos a condiciones mortales por necesidad, y lo hacen como movidos por un espíritu maligno que se adueña de su voluntad.
   Seres humanos que atacan a otros de formas sanguinarias, en muchas ocasiones sin siquiera existir un motivo que llegara a   justificar su conducta violenta.  
   Sujetos nefastos que hacen de la función pública su arca personal y roban de la manera más descarada y cínica  un dinero que el pueblo les confió para administrar. 
   Figuras públicas que quieren convencer con la palabra, cuando ésta es totalmente incongruente respecto a sus actos.
   Todos ellos operan ajenos a las leyes de equilibrio que la naturaleza muestra en  el resto de sus seres vivientes.
   Quien ha estado en contacto con los fenómenos que ocurren en el campo, en los parques, en nuestros patios… Tanto prodigio  que  viene a darnos ejemplo de que la vida sigue su propio ritmo, al margen de nuestros deseos insanos… Quien esto ha presenciado sabe que actuar en contra de ese orden perfecto finalmente va a traernos lamentables consecuencias.
   Chevalier y Manon vivieron su amor de manera febril, contra todo augurio, contra toda voluntad externa, hasta el final.  Viajaron de uno a otro continente en busca de su propio espacio, a fin de cuentas, impelidos por leyes naturales.
   Mi palmerita está decidida a existir sobre el planeta, aún en medio de la mancha urbana,  entre grandes niveles de polución.  Y al igual que los gorriones que milagrosamente viven a pesar de tomar agua de charcos contaminados con hidrocarburos, y al igual que los perros callejeros mansos y nobles, así mi palmera hoy es la gran maestra que me enseña que los humanos somos tan sólo una minúscula partícula en ese gran proyecto.  

   Más vale comenzar a entenderlo,  si queremos salvar nuestra casa.

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