MANON Y LA PALMERA
A lo largo de las dos últimas semanas he
enfrentado un singular dilema; algo que
quizá para cualquier otro ser humano sobre el planeta no represente mayor dificultad, en mi
caso provoca un conflicto que no alcanzo a resolver.
La reja
de entrada a ésta, su casa, se ancla al suelo por un pequeño poste que hay que
levantar para liberar la reja. Justo en el orificio hecho en el cemento
para que entre este poste, nació y viene creciendo con singular entusiasmo el retoño
de unas grandes palmeras vecinas. Lo
que inicialmente fue un brote insignificante se ha convertido en una réplica
exacta de sus colosales progenitores; tendrá
unos quince centímetros de altura, lo que frente a la talla de sus padres es apenas
cualquier cosa, pues aquéllas tienen una altura equivalente, sólo que en metros.
Cada vez
que saco el vehículo me veo forzada a retirar y luego recolocar el poste, y me
percato de la forma singular como la palmerita crece, replegando sus raíces
para alejarlas del centro del agujero.
Cuando ya comencé a ver el brío con que crecía traté de sacarla de cuajo
para trasplantarla, pero sus raíces están bien sujetas a la tierra bajo el
cemento, de suerte que separarla con fuerza, equivaldría a acabar con ella.
Reconozco
que cuando en el planeta hay problemas tan grandes como el aumento en el número
de muertes por coronavirus, o mientras que
en los conflictos bélicos de oriente hacen su
aparición peligrosas armas químicas, el problema de mi palmera es cosa de
niños. Sin embargo yo que la tengo justo
aquí, frente a mis ojos, y que debo lidiar con el dilema de qué hacer con ella
cada vez que saco o meto el vehículo, lo percibo como un asunto serio. Aunque, por otra parte, ello me ha dado oportunidad de reflexionar acerca de la vida, y visualizar
con otros ojos –los de la palmera—el modo como nosotros los humanos actuamos
sintiendo que nuestra sola voluntad nos coloca encima de las leyes de la
naturaleza, lo que finalmente es una falacia.
Hace un
par de días comencé a leer “Manon Lescaut”, del francés Abbé Prévost.
Escrita en 1731, da cuenta del amor apasionado de un joven de familias
adineradas que conoce a Manon, mujer
rodeada por el misterio. Se prenda de
ella de tal modo, que deja de lado
consejos y proyectos paternos para seguirla. Particularmente sensibilizada por mi
historia personal con la palmera que se niega, tanto a morir como a ser trasplantada, el amor de
Chevalier y Manon con esa fuerza imparable, me llevó a entender que finalmente la
vida se abre paso siempre. Chevalier
estaba destinado a seguir una carrera eclesiástica, pero en cuanto conoce a
Manon, las expectativas paternas y los proyectos académicos personales quedan a
la deriva.
Alrededor
del mundo suceden cosas de lo más extrañas, algunas de ellas capaces de
desafiar toda lógica.
Padres
que someten a sus hijos recién nacidos a condiciones mortales por necesidad, y lo
hacen como movidos por un espíritu maligno que se adueña de su voluntad.
Seres humanos que atacan a otros de formas
sanguinarias, en muchas ocasiones sin siquiera existir un motivo que llegara a justificar su conducta violenta.
Sujetos nefastos
que hacen de la función pública su arca personal y roban de la manera más
descarada y cínica un dinero que el
pueblo les confió para administrar.
Figuras
públicas que quieren convencer con la palabra, cuando ésta es totalmente
incongruente respecto a sus actos.
Todos
ellos operan ajenos a las leyes de equilibrio que la naturaleza muestra en el resto de sus seres vivientes.
Quien ha
estado en contacto con los fenómenos que ocurren en el campo, en los parques,
en nuestros patios… Tanto prodigio que viene a darnos ejemplo de que la vida sigue su
propio ritmo, al margen de nuestros deseos insanos… Quien esto ha presenciado
sabe que actuar en contra de ese orden perfecto finalmente va a traernos
lamentables consecuencias.
Chevalier
y Manon vivieron su amor de manera febril, contra todo augurio, contra toda
voluntad externa, hasta el final. Viajaron
de uno a otro continente en busca de su propio espacio, a fin de cuentas, impelidos
por leyes naturales.
Mi
palmerita está decidida a existir sobre el planeta, aún en medio de la mancha
urbana, entre grandes niveles de
polución. Y al igual que los gorriones
que milagrosamente viven a pesar de tomar agua de charcos contaminados con
hidrocarburos, y al igual que los perros callejeros mansos y nobles, así mi
palmera hoy es la gran maestra que me enseña que los humanos somos tan sólo una
minúscula partícula en ese gran proyecto.
Más vale comenzar
a entenderlo, si queremos salvar nuestra
casa.
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