Con cariño y admiración para mis amigas Aída Cantú y Maritrini Herrera, de quienes mucho he aprendido, por su incansable entrega a favor de los que no tienen voz.
El día amaneció particularmente fresco. Paso la nariz por entre la fina yerba y
siento como mil pequeñas gotas se adhieren a ella provocándome cosquillas. El sol acaba de asomar sus primeros rayos detrás
de aquellos grandes cerros que se
dibujan al fondo de la llanura, y que a ratos parecen estirar sus picos, como
dispuestos a atrapar las nubes que se posan encima de ellos.
Ayer fue un día muy divertido; eso de hacer ejercicio toda
la tarde, para luego echarse sobre un colchón mullido en el justo momento en
que va oscureciendo, es maravilloso, especialmente en esta época del año cuando
la negrura del cielo hace que todas las estrellas, hasta las más lejanas,
parezcan diamantes tan cercanos, que podríamos arrancar del cielo, y la luna
llena se cuelga de la nada como una gran farola.
En estos días, cuando mis juegos los hago en compañía de los
niños, las cosas son fantásticas. A ratos quisiera reír como hacen ellos,
sacudiendo la panza cada vez que sale de sus gargantas una gran carcajada; las incontables veces que he intentado imitarlos
solamente consigo emitir un sonido ronco, que poco se parece a
sus risas cristalinas. Mientras corren por el campo me llaman por mi nombre en
repetidas ocasiones, y yo corro hacia ellos con tanta fuerza, que los tumbo
sobre la yerba y todos terminamos
revolcándonos divertidos.
Éstas son las mejores experiencias que he tenido en mi vida,
amo esos paréntesis de media mañana cuando me echo de
espaldas sobre la alfombra de pasto verde, y queda sobre mí un techo tapizado de copos de algodón a los
que comienzo a buscar formas, mientras los rayos del sol acarician mi panza.
Anoche, antes de retirarme a dormir me premiaron con un gran
plato de comida de la que más me gusta.
La engullí feliz y agradecido, pues ¡vaya que si necesitaba reponer las
energías! “Panza llena, corazón
contento” dice el dicho; habiendo cenado me entregué al sueño como cuando era
pequeño y me acomodaba junto a mis hermanos y mi mamá, en el lecho familiar. Me
sentí tan cómodo, que por momentos pensé que había vuelto a ser pequeño.
Es muy reconfortante saber que pertenezco a una familia que
me quiere y me cuida, y sentir que nunca estoy solo. Cuando los niños llegan de la escuela ya los
estoy esperando con ansias para jugar un rato, antes de que se sienten a
comer. Por las tardes, mientras ellos ven televisión, me
echo sobre la alfombra y dormito a ratos, arrullado por el sonido de la gran
pantalla, lo que constituye una de las
experiencias más reconfortantes.
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Un gran estruendo me cimbra; las placenteras imágenes y
sonidos parecen fugarse en tropel, y todo cambia en un instante. Mi mundo se rompe como una gran pompa de jabón que explota y va
a dar al suelo convertida en mil gotas.
Ya no encuentro las nubes de algodón, ni el sol baña mi panza. Todo lo
contrario, un frío singular me recorre todo el cuerpo;
la mullida alfombra en la que
hasta hace un rato retozaba ha dado paso a una gran incomodidad provocada por la
rigidez de las frías baldosas. Estoy
totalmente solo, no hay niños que me llamen, ni risas cristalinas de ésas que
quiebra el viento juguetón; me repliego en un rincón, y el único ruido que alcanzo a percibir es el de mi propia
respiración.
La noche ha caído; busco mi plato pero no puedo hallarlo por
ninguna parte… Aunque, ahora que lo pienso, ¡nunca he tenido plato!, solamente hambre
y frío, pero sobre todo miedo, mucho miedo. Recorro con la vista mi pelaje
maloliente debajo del cual los huesos se
van marcando más cada día, percibo que me duelen. Estoy condenado a vivir en un espacio muy pequeño
como guardián de una propiedad que nadie habita; todo ello por un puñado de
croquetas cada tercer día. ¡Ya no quiero estar solo en este lugar! Soy un perro que no tiene nombre, ni dueños,
ni amigos, al que nadie enseñó a dar la
pata o a rodarse sobre sí mismo, y que sigue vivo porque se aferra a los juegos
de su imaginación, lo que le permite, al menos por un rato, albergar la ilusión
de ser un perro de familia al que cuidan y quieren, que tiene una casa y
una cama; un plato, y mucho espacio donde correr y jugar…
Cada vez que puedo cierro los ojos, me aíslo y trato de
soñar, no importa que más delante, como
acaba de suceder, deba despertar a la realidad, descubrir de golpe, una vez más, que toda
aquella vida hermosa ha existido en mis sueños nada más.
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