Yo siempre he sabido que la luna es mujer;
en ratos ha sido diosa, o madre, o hermana buena. Sin embargo esta noche he cambiado de
parecer. Luce alta, muy blanca,
contrastando con el tapiz negro del fondo, pero muestra una gran sonrisa que el
poeta llamó “la sonrisa del gato”. Es
una sonrisa pícara, cómplice, una sonrisa sensual, que sabe de amores
prohibidos.
La encuentro allá en lo alto coqueteando con
las estrellas, imponiendo su varonía sobre la más brillante. Venus prefirió recoger sus ropajes y
retirarse temprano. Marte se sonroja un
poco más que otras noches. Las Nereidas
se esconden como niñas traviesas para no ser alcanzadas por la luna.
La miro avanzar sobre el firmamento como un
gato pachón y presumido. Negro, porque
tiene que ser negro ceniciento para actuar coqueto y sensual. No imagino un ojiazul gato blanco, de esos
que sólo saben ronronear tumbados en algún sillón, emitiendo una sonrisa de
éstas. Una sonrisa que conoce los más
guardados placeres del amor gatuno. Una
sonrisa que se da luego de que ha recorrido, y tocado, y penetrado en espacios
mágicos que no a cualquiera le son ofrecidos.
Esta noche he aprendido que la luna tiene
una sonrisa de gato, porque anda en esos días del mes en que muestra su otro
yo, y que debemos empezar a referirnos a ella como “señor luna”.
Yo que soy hija de la luna, no dejo de
abochornarme al descubrir que mi madre es más de este mundo y menos del
otro. Se rompen las imágenes de siete
espejos, y entonces volteo y la veo, y comienzo a entender la vida.
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