OTRA LECTURA
María del Carmen Maqueo Garza
Umberto Eco
acaba de ascender a la memoria eterna, así él se hubiera negado a hacerlo por
voluntad propia; su muerte nos lo deja a todos los vivos para siempre, para
hacerlo nuestro cada vez que queramos, colocarlo en la cabecera de nuestra
cama, o quizá obligarlo a acompañarnos en una sabrosa sobremesa. Él que se defendía de todo aquello con olor a
incienso no sabe que ahora lo situaremos con nuestros corazones en el cielo al
cual él ha de creer que no llegó, pero desde acá le avisamos los creyentes que
sí, que ya está allá y para siempre.
Eco pertenece a
ese grupo de poetas que aman tanto a Dios que terminan por desmitificarlo y
vivirlo cada día, en toda circunstancia.
Retomar algo de su pensamiento me proporciona en estos momentos otra
lectura de las cosas; su condición de estudioso de la semiótica, --el
conocimiento de los símbolos-- es ahora como
una lupa que me invita a observar al mundo de otra manera. Como él mismo dice: “Es imposible cambiar al
pueblo de Dios sin reincorporar a los marginados”, lo que en lo personal me
lleva a descubrir, aunque ya lo había hecho a medias alguna vez, que todos
nosotros, pobladores del planeta Tierra, por más que nos sintamos diferentes
unos de otros, y que en nombre de estas arcaicas diferencias promovamos
guerras, finalmente somos uno mismo, porque lo somos desde el corazón. Dentro del más poderoso o del más soberbio
vive un niño necesitado, al que unas veces dejamos aflorar, justo para esos
afanes existe el arte, y otras veces lo
reprimimos como queriendo sofocarlo dentro, aunque finalmente esa fuerza motriz
termina por aflorar y hacer de las suyas.
Si comenzáramos
a entender un poco más la propuesta de humanización de Eco, y un poco menos a
esos absurdos afanes que llaman a discriminar a otros por tener características
que yo no tengo, distinta sería la cosa.
Esa necesidad de sentir que yo me cuezo aparte del resto del mundo no refleja
otra cosa que mi misma inseguridad interna, y en la medida en
que crezco en mi propio conocimiento y aceptación, voy descubriendo que,
precisamente, los demás y yo somos tan parecidos que hasta nos confundimos.
Todo cambia a
partir del momento cuando entendemos que un ser humano que agrede a otro lo
hace, más que como un acto autónomo de su voluntad, movido por esa parte que lo
controla a él, esa pulsión interna que marca hacia afuera sus actitudes, tantas
veces lesivas para los demás.
Entonces, según
lo que Umberto Eco nos dice desde su hereje ateísmo, es que un mundo justo
inicia precisamente con el conocimiento de nosotros mismos, de yo conmigo,
entendiendo por qué actúo como lo hago, y si ese modo de actuar es la mejor
aportación que puedo hacer a mi propia persona, a mi entorno íntimo, y
finalmente al mundo. Cuando lo que
expreso provoca daño y soy correspondido de igual manera, ese pequeño niño que
llevo dentro se siente más inseguro, como gato atrapado dentro de una jaula,
que a todo lo que se aproxime a él tenderá a atacar a zarpazos.
En esta vida hay
una locura feliz, la de decidir ser como quieres ser, porque quieres, y disfrutarlo. Además hay muchas locuras que nacen del
sufrimiento, que no se tienen por propia voluntad sino por instinto de
supervivencia; son locuras que dañan, que aíslan, y que finalmente se alimentan
a ellas mismas como mitológico Uróboros.
Pero aún así, dentro del loco feliz, como de aquel que va cargando su
propio mundo en la mochila, creyendo que es el mundo perfecto para todos, en
ambos casos, hay un común denominador que nos hermana, y es a partir de ese
común denominador que nos corresponde emprender esa tarea común llamada
“convivencia”.
Cuando vamos por el mundo con esta consigna de la
convivencia en mente, las cosas funcionan mejor para todos. Si hacemos a un lado por un rato esas voces
internas que nos llaman a diferenciar, a discriminar, a rechazar y a atacar, y
dejamos salir a ese niño que, como niño que es, tiene más facilidad para hallar
las coincidencias antes que las diferencias, nuestro mundo habrá dado un gran
paso hacia la paz, primero a la paz interna de mí conmigo, y luego a la paz de
unos con otros, entre hermanos, allende las fronteras geográficas, de raza,
sociales o económicas.
“Nada hay que
ocupe y ate más al corazón que el amor”.
Lo dice el pensador y poeta que no creía en Dios, aunque, como él mismo
dejó asentado alguna vez, la fe en Dios se manifiesta en los hechos y no en las
palabras.
Alguna vez, allá
por el 2009 lo pensé a la muerte de Benedetti, y hoy lo retomo con la partida física de Umberto Eco:
Un artista no tiene permiso de morirse.
En el caso de Eco se queda con nosotros para siempre, aunque se haya ido
al cielo en el que no creía.
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