domingo, 15 de mayo de 2016

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

HUELLAS EN EL VIENTO
Dentro de las mayores bendiciones que he recibido en la vida se hallan mis grandes maestros, por cuyas enseñanzas de vida he aprendido a conducir la mía propia.  Los maestros son piedra angular en el desarrollo de un ser humano, de manera distinta a los padres, pero igual de importante.  Con el advenimiento de tantos conflictos en torno al magisterio, que muchas veces ponen en entredicho la integridad de la figura del maestro, no está por demás en este espacio, a propósito de la fecha que se celebra hoy en México, rendir un pequeño tributo a la figura del maestro, ese ser –como alquimista—capaz de transformar en oro cualquier otro metal.
   Un maestro está ahí para aleccionarnos acerca del Bien como valor fundamental de una sociedad, como cimiento de la ética a través de la cual todos los demás valores se van desarrollando.  Para que esa lección se fije en el corazón del alumno necesita haber congruencia entre lo que el maestro dice y lo que hace.  El mayor obstáculo para el aprendizaje de una conducta es la discordancia entre el modo como  se actúa y  lo que se pregona.
   Una vez encaminados por la senda recta el maestro nos enseña acerca de la Verdad, no una verdad tramposa y a modo que obedezca a intereses particulares de unos u otros, y que tanto mal viene haciendo en nuestros tiempos.  Él está para enseñar acerca de la Verdad única, aquélla frente a la cual debemos de postrarnos de rodillas y rendir tributo, más allá de nuestras humanas limitaciones.
   Después del Bien y la Verdad, la Justicia viene a ser un valor agregado que se da en forma natural, como enseñanza y dogma de vida.  Ser justos es tener la grandeza de pensamiento para entender que no hay seres humanos distintos, que todos desde la concepción somos partícipes de una misma esencia divina que nos hermana, y que así sean de diferentes nuestras circunstancias, habremos de regirnos por esa esencia única común a todos.
   A través de sus lecciones, pero sobre todo mediante su ejemplo de vida, el maestro nos enseña acerca de la Solidaridad, ese cerrar filas en torno a aquel que en un momento dado tiene dificultades para estar a tono con el resto. Solidaridad entendida, no como favor, no como la inhumana pesca de voluntades para el beneficio de unos cuantos, sino como una verdadera urdimbre de empeños, una conciencia colectiva, una unión perfecta.
   De todo ello deriva el Respeto a manera de actitud personal frente al mundo, reconociendo la personalidad del otro en toda su forma, no por encima ni  por debajo de la mía propia.  Cuando conozco respeto, asimilo que hay una equidad implícita de carácter innato que debe ser reconocida por la vía del entendimiento y la convivencia.
   Un maestro nos enseña el concepto de Lealtad a través de su ejemplo: Leal a los principios patrios; leal a su profesión y a su gremio.  Este valor viene a ser uno que se practique con amor, como una norma justa de participación, que lleva a actuar a favor del conjunto, así deban de sacrificarse comodidades de orden individual.
   El maestro es la persona sencilla y accesible que nos enseña acerca del principio mismo de Humildad.  Él va dejando huellas en el aire, con absoluta discreción, como para no ser notado. Cumple cada día con su trabajo como un deber sagrado, un compromiso en primer lugar consigo mismo, luego con la sociedad y finalmente con la patria.
   En esta ocasión rindo un pequeño tributo a los maestros que me han dotado de esa particular sensibilidad para observar y ese oficio de utilizar la palabra escrita para comunicar.  Hortensia Bolívar, la maestra que siendo yo muy niña  despertó en mí a una enamorada de la palabra escrita, y me dio ánimos tales, que cincuenta años después sigo escribiendo.   Consuelo Romo, quien me dotó de confianza en mí misma para lograr  lo que me proponga.  Rosa Adriana Vela, la que me hizo enamorarme de la Medicina en secundaria, y Velia Soto en preparatoria, que me enseñó que la ciencia requiere disciplina y constancia.  Don Jorge Siller de quien  aprendí a abordar al paciente con amor; Don Bulmaro Valdez  cuyo espíritu nos daba cátedra acerca de que para la voluntad no existen límites;  por supuesto Don Carlos Ramírez quien me enseñó a abordar la enfermedad a partir de lo que ocurre en la intimidad celular, y Luis Lauro Lozano  de cuya entrega y  entusiasmo  en el trabajo entendí que se hacen bien las cosas cuando se  pone en ello  hasta la última fibra. Son sólo algunos de tantos maestros que han dejado en mi vida huellas en el aire, huellas esbozadas con total modestia, como queriendo pasar desapercibidos, huellas para  ser seguidas sin acaso mencionarlos nunca…
   Un abrazo a todos esos maestros cuyo diario desempeño hace la diferencia para nuestros niños y jóvenes. Dios los bendiga en su sagrada misión.

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