HUELLAS EN EL VIENTO
Dentro de las mayores bendiciones
que he recibido en la vida se hallan mis grandes maestros, por cuyas enseñanzas
de vida he aprendido a conducir la mía propia.
Los maestros son piedra angular en el desarrollo de un ser humano, de
manera distinta a los padres, pero igual de importante. Con el advenimiento de tantos conflictos en
torno al magisterio, que muchas veces ponen en entredicho la integridad de la
figura del maestro, no está por demás en este espacio, a propósito de la fecha
que se celebra hoy en México, rendir un pequeño tributo a la figura del
maestro, ese ser –como alquimista—capaz de transformar en oro cualquier otro metal.
Un maestro está ahí para
aleccionarnos acerca del Bien como valor fundamental de una sociedad, como cimiento de la ética a través de la cual todos
los demás valores se van desarrollando.
Para que esa lección se fije en el corazón del alumno necesita haber
congruencia entre lo que el maestro dice y lo que hace. El mayor obstáculo para el aprendizaje de una
conducta es la discordancia entre el modo como se actúa y lo que se pregona.
Una vez encaminados por la senda
recta el maestro nos enseña acerca de la Verdad, no una verdad tramposa y a modo
que obedezca a intereses particulares de unos u otros, y que tanto mal viene
haciendo en nuestros tiempos. Él está
para enseñar acerca de la Verdad única, aquélla frente a la cual debemos de
postrarnos de rodillas y rendir tributo, más allá de nuestras humanas
limitaciones.
Después del Bien y la Verdad, la
Justicia viene a ser un valor agregado que se da en forma natural, como
enseñanza y dogma de vida. Ser justos es
tener la grandeza de pensamiento para entender que no hay seres humanos
distintos, que todos desde la concepción somos partícipes de una misma esencia
divina que nos hermana, y que así sean de diferentes nuestras circunstancias, habremos
de regirnos por esa esencia única común a todos.
A través de sus lecciones, pero
sobre todo mediante su ejemplo de vida, el maestro nos enseña acerca de la
Solidaridad, ese cerrar filas en torno a aquel que en un momento dado tiene
dificultades para estar a tono con el resto. Solidaridad entendida, no como
favor, no como la inhumana pesca de voluntades para el beneficio de unos
cuantos, sino como una verdadera urdimbre de empeños, una conciencia colectiva,
una unión perfecta.
De todo ello deriva el Respeto a
manera de actitud personal frente al mundo, reconociendo la personalidad del
otro en toda su forma, no por encima ni por debajo de la mía propia. Cuando conozco respeto, asimilo que hay una
equidad implícita de carácter innato que debe ser reconocida por la vía del
entendimiento y la convivencia.
Un maestro nos enseña el concepto
de Lealtad a través de su ejemplo: Leal a los principios patrios; leal a su
profesión y a su gremio. Este valor
viene a ser uno que se practique con amor, como una norma justa de
participación, que lleva a actuar a favor del conjunto, así deban de
sacrificarse comodidades de orden individual.
El maestro es la persona sencilla
y accesible que nos enseña acerca del principio mismo de Humildad. Él va dejando huellas en el aire, con
absoluta discreción, como para no ser notado. Cumple cada día con su trabajo
como un deber sagrado, un compromiso en primer lugar consigo mismo, luego con
la sociedad y finalmente con la patria.
En esta ocasión rindo un pequeño
tributo a los maestros que me han dotado de esa particular sensibilidad para
observar y ese oficio de utilizar la palabra escrita para comunicar. Hortensia Bolívar, la maestra que siendo yo muy
niña despertó en mí a una enamorada de
la palabra escrita, y me dio ánimos tales, que cincuenta años después sigo
escribiendo. Consuelo Romo, quien me
dotó de confianza en mí misma para lograr lo que me proponga. Rosa Adriana Vela, la que me hizo enamorarme
de la Medicina en secundaria, y Velia Soto en preparatoria, que me enseñó que la
ciencia requiere disciplina y constancia.
Don Jorge Siller de quien aprendí
a abordar al paciente con amor; Don Bulmaro Valdez cuyo espíritu nos daba cátedra acerca de que para
la voluntad no existen límites; por
supuesto Don Carlos Ramírez quien me enseñó a abordar la enfermedad a partir de
lo que ocurre en la intimidad celular, y Luis Lauro Lozano de cuya entrega y entusiasmo en el trabajo entendí que se hacen bien las
cosas cuando se pone en ello hasta la última fibra. Son sólo algunos de
tantos maestros que han dejado en mi vida huellas en el aire, huellas esbozadas
con total modestia, como queriendo pasar desapercibidos, huellas para ser seguidas sin acaso mencionarlos nunca…
Un abrazo a todos esos maestros
cuyo diario desempeño hace la diferencia para nuestros niños y jóvenes. Dios
los bendiga en su sagrada misión.
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