¿Cómo puede un perro con aire melancólico mover tantos
corazones?
Llegó a mi vida
como llegan muchos perros a la vida de tantas personas, sin un nombre siquiera. Por su gran talla comencé a llamarle “Grandote”, para que él sintiera que era especial, y que tenía un lugar en la tierra.
Mis primeras impresiones estuvieron dadas por los roncos
ladridos que señalaban su vocación de guardián, y por sus ojos cafés
cual hojas de maple rodeados por unas ojeras como el carbón, más expresivos que tantos
ojos humanos.
Ese perro que no era mío,
pero que con el tiempo llegué a sentir más propio que si lo hubiera tenido
desde cachorro, me fue conquistando, y a partir de ello inició una gran cadena
de simpatías que gravitaron en torno suyo durante mucho tiempo.
Cada ser vivo va por la vida cargando su propia
historia. La del Grandote tenía mucho que ver con una de sus patas. De pequeño fue mordido por un bravo
compañero de quehaceres, lo que provocó
un problema crónico que ocasionalmente se agudizaba, para luego volver a
apagarse.
Con el paso de los años esa pata se fue complicando, hasta
convertirse hace algunos meses en un problema mayúsculo para el que tuvieron
que aplicarse medidas cada vez más drásticas.
Durante el último medio año su veterinario le prescribió diversos medicamentos orales. En el último tiempo se cambió a inyecciones,
algunas muy dolorosas, siempre buscando combatir la infección que se había
apoderado de aquella pobre pata, al punto de impedir que la apoyara.
Su habitual temperamento melancólico viró hacia la tristeza. Ya no era aquel can que me seguía con la
mirada cada vez que pasaba frente a él. Difícilmente era el perro travieso que
se echaba sobre su dorso y alargaba una
de sus patas delanteras hasta rozar mi mano, para pedirme que le rascara la panza.
Dejó de ser aquel perro digno que me echaba en cara mis
ocasionales ausencias. Aun cuando dejara previsto su cuidado para esos días, al verme llegar de regreso me ignoraba
volteando la cabeza para demostrar su reproche. Un rato más delante se imponía
su nobleza, me perdonaba y todo volvía a ser como antes.
Mi perro que no era mío se volvió un ser triste y cabizbajo
que fue dejando de comer. Cada que venían a curarlo o a inyectarlo, se me repegaba, como pidiendo clemencia, terminando yo no pocas veces cargada de culpa. Fue necesario hospitalizarlo por varios días con buenos
resultados, pero al poco tiempo volvió a recaer, se puso tan mal que la única
alternativa fue una cirugía radical para terminar de tajo con su problema.
Aquella mañana era fría. Tardaron unos treinta minutos en pasar a recogerlo de la veterinaria para su cirugía. Todo ese tiempo permaneció echado en el
suelo, mirándome con ojos tristes mientras yo lo acariciaba y le platicaba tratando de
animarlo. De rato en rato levantaba la
pata para pedirme que no dejara de acariciarlo, manteniendo su mirada
profunda y serena clavada en la mía. Ahora entiendo que se estaba
despidiendo, como si supiera que no nos volveríamos a ver. Yo, con mi inexperiencia en asuntos perrunos no lo supe, o no lo quise imaginar en
aquel momento.
Salió bien de su cirugía, algo que todos quienes llegamos a quererlo celebramos. Lo colocaron de nuevo en una jaula para pasar
la noche, lucía bien, pero horas después murió durante el sueño. Cuando fui a ver su cuerpo conservaba una
postura como si estuviera dormido. Nuevamente acaricié su pelaje, albergando la ilusión de que reaccionara al roce de mis dedos.
Yo sé que hay un cielo para perros, de eso no me cabe la menor duda. Desde ahí el
Grandote vigila mis afanes por poner en
palabras el dolor de mi pérdida. Yo sé que ese cielo donde él está es muy azul, con nubes de algodón aquí y allá, y con amplios prados verdes donde es libre de correr y
jugar, echarse con la panza hacia arriba para ser acariciado, y donde puede aprender
a divertirse como el cachorro que nunca pudo ser en esta vida.
Quiero desearle a mi perro hermoso que sea muy pero muy feliz, en ese cielo que se tiene de suyo tan ganado.
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