Dos chicas regresan de una fiesta. Ya es de noche. Casi para despedirse, permanecen charlando en el automóvil con la luz interior encendida. Han olvidado asegurar las puertas. De la nada llega una camioneta negra conducida por una chica adolescente. Se frena intempestivamente frente a ellas. Baja un chamaco empuñando lo que parece ser un arma corta. Se aproxima a la conductora del automóvil estacionado, abre la puerta y la encañona. Ella sabe algo de armas y detecta que aquella es de juguete. Repele a su atacante y consigue poner en marcha el vehículo para escapar. Tanto ella como su amiga salen ilesas. Quedó demostrada la inexperiencia de los asaltantes y el arrojo de las asaltadas. Las cosas pudieron resultar de otra manera.
No, no es una leyenda urbana. Es el contenido de un mensaje que recibió mi hija hace un rato. La luz de su teléfono móvil parpadeaba gritando su desesperación desde el silencio, rompiendo la oscura quietud de la noche.
¡Cómo extraño aquel México en el que todos --o casi todos-- estábamos a salvo en las calles. Aquel México en el que los diversos personajes urbanos --hasta los delincuentes-- actuaban siguiendo un código de honor implícito que se respetaba. En esos tiempos la vida no era una mercancía de baratillo.
Sé que no puedo estacionarme en un pasado utópico. Por lo pronto escribo en la búsqueda de construir con palabras, como trazos, un futuro prometedor.
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