domingo, 20 de mayo de 2018

CUADROS URBANOS por María del Carmen Maqueo Garza


LA TORMENTA
El silencio de la tarde se quiebra de un solo golpe.  El estruendo me causa sobresalto, brinco del asiento. En dos segundos me arranca del mundo de ficción para plantarme de tajo en la realidad.
     De niña la lluvia era divertida. La anticipaba con gozo, la invocaba con aquel corrillo: 
Que llueva, que llueva, la Virgen de la cueva. Los pajarillos cantan, la luna se levanta...
     En esos tiempos las gotas me contaban historias. Cuando eran gruesas  imaginaba que cada vez que se  estrellaban contra las baldosas, formaban coronas para una reina. La imaginación corría desnuda y libre por los rincones de mi propia historia. En la actualidad  no logra zafarse de igual manera, la coartan los formulismos.  Cuando mejor dialogo con ella es cuando echo mano de la palabra escrita.
     Me dispongo a escribir. Poco a poco la imaginación se va despojando de los pesados ropajes de las costumbres y comienza a jugar como hacía en mis años de infancia.
     De manera súbita viene el sobresalto.  Se rompe la quietud creativa.  Las palabras huyen despavoridas. 
     A partir de ese momento comienzan a escucharse en el cielo truenos de menor intensidad, tal vez más lejanos. No alcanzo a ponerles mucha atención. Me apresuro a cerrar ventanas y corro a proteger las instalaciones eléctricas de la casa. Ya he tenido amargas experiencias con las sobrecargas cuando hay tormenta.
     Comienzan a caer gotas pesadas, por un momento llego a temer que sea granizo. Saco mis apoyos de emergencia, linterna de pilas, velas y cerillos,  radio portátil. Verifico las condiciones del clima en la pantalla del celular --20% de probabilidades de lluvia--. De manera casi automática reviso los objetos que se hallan a poca altura del nivel del suelo. Me alarma el solo pensar en una inundación, como ya ocurrió en un par de ocasiones. He ahí por qué ya no disfruto la lluvia como cuando era niña.
     La tormenta va arreciando a lo largo de unos quince minutos, para luego comenzar a amainar en  forma por demás paulatina.  El sonido que el agua provoca sobre las anchas hojas  de la palmera así  me lo indica.  Ese golpeteo   se va espaciando, aunque cada gota que cae sigue  haciéndolo con fuerza. Es muy al final cuando el vigor del tamborileo comienza a disminuir, hasta que cesa por completo.
     Allá por la avenida  se deja escuchar el aullido  de una  ambulancia, antes de que la tarde recupere su placidez. En los charcos formados en las cunetas frente a mi ventana, se refleja una luz de un amarillo tibio que sólo he visto cuando una gran tormenta se agota.
     Calculo que puedo volver a encender mi equipo para retomar  la búsqueda de la fantasía, esa niña que corre desnuda y libre,  entre las líneas de mi imaginación.


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