LA TORMENTA
El silencio de la tarde
se quiebra de un solo golpe. El estruendo me causa sobresalto, brinco del
asiento. En dos segundos me arranca del mundo de ficción para plantarme de tajo
en la realidad.
De niña la lluvia era divertida. La anticipaba con gozo, la invocaba con aquel corrillo:
De niña la lluvia era divertida. La anticipaba con gozo, la invocaba con aquel corrillo:
Que llueva, que llueva, la Virgen de la cueva. Los pajarillos cantan,
la luna se levanta...
En esos tiempos las gotas me contaban historias. Cuando eran gruesas
imaginaba que cada vez que se estrellaban contra las baldosas,
formaban coronas para una reina. La imaginación corría desnuda y libre por
los rincones de mi propia historia. En la actualidad no logra zafarse de
igual manera, la coartan los formulismos. Cuando mejor dialogo con ella
es cuando echo mano de la palabra escrita.
Me
dispongo a escribir. Poco a poco la imaginación se va despojando de los
pesados ropajes de las costumbres y comienza a jugar como hacía en mis años de
infancia.
De manera súbita viene el sobresalto. Se rompe la quietud creativa.
Las palabras huyen despavoridas.
A partir de ese momento comienzan a escucharse en el cielo truenos de menor
intensidad, tal vez más lejanos. No alcanzo a ponerles mucha atención. Me
apresuro a cerrar ventanas y corro a proteger las instalaciones eléctricas de
la casa. Ya he tenido amargas experiencias con las sobrecargas cuando hay
tormenta.
Comienzan a caer gotas pesadas, por un momento llego a temer que sea granizo.
Saco mis apoyos de emergencia, linterna de pilas, velas y cerillos, radio
portátil. Verifico las condiciones del clima en la pantalla del celular --20%
de probabilidades de lluvia--. De manera casi automática reviso los objetos que
se hallan a poca altura del nivel del suelo. Me alarma el solo pensar en una
inundación, como ya ocurrió en un par de ocasiones. He ahí por qué ya no
disfruto la lluvia como cuando era niña.
La
tormenta va arreciando a lo largo de unos quince minutos, para luego comenzar a
amainar en forma por demás paulatina. El sonido que el agua provoca
sobre las anchas hojas de la palmera así me lo indica.
Ese golpeteo se va espaciando, aunque cada gota que cae sigue
haciéndolo con fuerza. Es muy al final cuando el vigor del tamborileo
comienza a disminuir, hasta que cesa por completo.
Allá por la avenida se deja escuchar el aullido de una
ambulancia, antes de que la tarde recupere su placidez. En los charcos
formados en las cunetas frente a mi ventana, se refleja una luz de un amarillo
tibio que sólo he visto cuando una gran tormenta se agota.
Calculo que puedo volver a encender mi equipo para retomar la búsqueda de la fantasía, esa niña que corre desnuda y libre, entre las líneas de mi imaginación.
Calculo que puedo volver a encender mi equipo para retomar la búsqueda de la fantasía, esa niña que corre desnuda y libre, entre las líneas de mi imaginación.
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