Después de un par de horas de colmar los sentidos con la
fiesta del Templo del Calvario, a donde habíamos llegado directo de la carretera, decidimos
recorrer la simpática población de Lagos de Moreno. En el exterior del convento anexo al templo degustamos
platillos tradicionales, disfrutamos el espectáculo de las coloridas mojigangas,
y escuchamos –mas no vimos—los fuegos artificiales que, contra el límpido cielo
no lucían como seguramente habrán destacado más tarde contra el tapiz oscuro de
la noche. Nos habíamos tomado la fotografía del recuerdo en compañía de la
familia González, oriunda de Lagos, cuyo contagioso entusiasmo por su tierra natal
nos había llevado a la aventura de conocerla.
Ahora nos integrábamos al río de gente que bajaba desde el
atrio de la iglesia al centro de la ciudad.
No dejó de sorprenderme la gama de edades, atuendos y conversaciones
captadas al hilo, que daban cuenta de una integración como comunidad. Descendimos unas seis cuadras arregladas para
la ocasión. En ambas aceras, a lo largo de toda la avenida Constituyentes, se hallaban
diversos puestos de comida, así como de venta de artículos variados, ropa e
infinidad de plantas. A mediación del camino encontramos a un costado, sobre la
acera, un templo improvisado sobre la misma banqueta.
El libro de Alfonso de Alba habla sobre la iglesia que
movieron los pobladores, así como del puente hecho en Lagos. Eran algunas de
las anécdotas sobre las que deseábamos ahondar aquella tarde.
Desde que se construyó la Parroquia de Lagos, los pobladores consideraron que estuvo mal
orientada, de manera que, cuando el sacerdote daba su homilía, un incómodo
filón de luz entraba a través de una ventana, directo al púlpito, encegueciendo al prelado. Por lo anterior, se convocó a todos los laguenses una fría madrugada de
Dios, para emprender la movilización del templo. Se unieron voluntades de niños
y adultos, y fue tal el esfuerzo físico, que pronto los sudorosos pobladores se
fueron quitando los jorongos que portaban a su arribo, mismos que quedaron
alineados a un costado del edificio, junto con sus sombreros de paja. Luego de mucho rato de empujar, se
preguntaban unos a otros qué tanto habrían movilizado la mole aquella, y al no
ver los jorongos –que un vivales robó en el interín—se dijeron preocupados que quizás había sido demasiado, pues sus prendas ya no alcanzaban a visualizarse.
Otra conseja que tiene que ver con la parroquia es la
siguiente: Una mañana descubrieron que había crecido un nopal entre la piedra
en una de las torres del templo, afeando el frontispicio. Fue así como construyeron un entarimado que
llevara desde el nivel del suelo hasta el punto donde crecía la cactácea
irreverente. Una vez terminado, hicieron
subir un buey que fuera a comerse el nopal, poniendo fin al problema.
Los inconvenientes se resolvían de manera muy original en
aquella pintoresca población, en tiempos de su fundación. Terminaron parte de la parroquia, y de la
bóveda pendía una soga que afeaba la vista interior del recinto. Un hábil ciudadano se las ingenió para
alcanzar el cabo de la soga, provisto de un cuchillo de buen filo. Preguntó a los de abajo qué tanto cortaba, le
indicaron que tanto como fuera posible.
Cortó lo más cerca de la bóveda y resolvió el problema. El pequeño detalle es que, al momento de
hacerlo, él sostenía la cuerda por el extremo.
Lo demás es historia.
Mis familiares y yo decidimos tomar un café en un agradable
restaurante a un costado del templo de la Asunción. Próxima al mismo se encuentra una escultura
representativa de otra de las consejas laguenses que recuerda una orden del
alcalde: “El que tenga puercos que los amarre, y el que no, que no”. Ello
obedece a que a la población comenzaron a llegar personas provenientes de otros
lugares, que tenían la costumbre de amarrar los puercos ajenos, para que no
molestaran.
Esas poblaciones del centro del país tienen lo suyo para
hacer sentir al visitante cómodo y relajado.
Había que seguir nuestro andar para visitar diversos recintos. No fue la mejor ocasión, pues muchos de ellos
–como el Palacio Municipal—se hallaban cerrados con motivo de las fiestas
patronales. Parte de ese sincretismo maravilloso y único de nuestro México. Llama la atención la presencia de
representaciones en bronce de las distintas personalidades de la ciudad, en
particular una del profesor Pedro Moreno en formato pequeño, al extremo de un
agradable andador frente a la plaza municipal. Ahí nos abordó un personaje como
salido de un cuento de Arreola. Un vendedor
de chicles viejo, dicharachero, de cuyo rostro destacaba un diente, única pieza
en su cavidad oral, y además cariada.
Insistía en que lo lleváramos al Calvario, a las fiestas; ya de
mucho se conformó con que le compráramos chicles. Después de visitar el patio del Palacio
Municipal y conocer sus murales –cuya autoría no conocían los custodios del
lugar—emprendimos la búsqueda del famoso puente hecho en Lagos. Que da para una siguiente entrega, junto con otras tantas historias que salpican la hermosa población.. ¡Continuamos!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario