“EL MORO” PARA
SIEMPRE
Estamos hechos de fragmentos de memorias. En nosotros se
encuentra esa impronta familiar que nos otorga sentido de pertenencia. Una
razón para trabajar cada día. Un sello
particular a través del cual nos sentimos parte del mundo.
Mi señor padre fue ingeniero civil de profesión. Para él la figura paterna siempre estuvo
lejana; mi abuelo fue un personaje en la vida intelectual del país, quien no
tuvo intención de ocuparse de su vástago. Adentrándome en la historia de mi
padre, imagino que sabría más de su progenitor por los medios informativos que en
forma directa. Conservo del abuelo
algunos objetos, libros y misivas, que pasaron de mi abuela a mis manos,
haciendo breve escala en las de mi padre; de entre ellos un tintero que el
propio Don Porfirio le regalara. Hay que decirlo, fue porfirista, y tuvo que salir
de México rumbo a La Habana, durante ese mayo de 1911, cuando Don Porfirio
abordaba el Ypiranga rumbo al exilio.
La estrechez
económica familiar obligó a mi padre a trabajar para pagar sus estudios.
Ingresó al recién inaugurado IPN, a la Escuela Superior de Construcción, que
pronto cambiaría de nombre. Sus tres
grandes maestros fueron José Antonio Cuevas Montes de Oca, Manuel González
Flores y Kurt Groenewold Guerra. Este
último tuvo a su cargo la construcción del edificio “El Moro”, que hasta hoy alberga
la Lotería Nacional, institución que está por desaparecer. Groenewold fue su
maestro de Geometría Descriptiva, y tomó bajo su báculo a mi padre, quien con frecuencia
llegaba tarde a clase, por razón de sus compromisos laborales. Entró como practicante en su oficina, y fue
así como le tocó participar de manera directa en la construcción del icónico
edificio, del cual –por cierto—el maestro José Antonio Cuevas tuvo a su cargo
la cimentación, con una técnica particular, a modo de prevenir futuros
hundimientos por razón de su peso.
Cada vez que visito la ciudad de México y paso frente al imponente
edificio, me llaman los ecos de aquellas memorias casi centenarias. Cuando miro una fotografía recuerdo la
anécdota que contaba mi padre, de una noche cuando la estructura en
construcción comenzó a crujir y él a sudar, ante el riesgo de que aquello se
viniera abajo. Son pedazos de memoria
con los que estoy hecha, y que del mismo modo espero transmitir a mis hijos y
nietos.
Uno de los grandes problemas de México es el aislamiento
familiar. Vamos dejando de reunirnos para tejer aquella maravillosa urdimbre de
historias comunes que forman tradiciones, con que las nuevas generaciones
construirán sus propias historias. Las
voces de nuestros mayores se van perdiendo en el silencio del barullo; nuestros
oídos se vuelven cada vez más sordos, y el espíritu se constriñe poco a poco. Cuando menos pensamos, nos sentimos desnudos
e indefensos en medio del desierto. Ya
no sabemos para dónde vamos ni de dónde venimos. Comenzamos a volvernos uno con la arena, que
de cuando en cuando se levanta en riadas.
Para ese momento, el cosquilleo que provoca el polvo en la piel es todo cuanto
sentimos. El resto de los sentidos se ha
apagado.
Rescatar las memorias, comunicarlas. Armar con ellas nuevas historias.
Reconstruirnos. Descubrir elementos
inéditos en la persona de nuestros viejos, que, por desgracia, en muchos casos se
hallan arrinconados, como despojos, arrancada su dignidad. Olvidamos que alguna vez fueron ellos quienes iniciaron nuestra
familia y dieron raigambre a las robustas ramas que hoy somos nosotros.
Al final del día nuestro mayor tesoro es aquel que llevamos
en el corazón, ese en el que hemos puesto voluntad, tiempo y cariño: La familia, los amigos auténticos, aquello que
da sentido a la existencia. ¡Que no
venga el consumismo a vendernos falacias! ¡No caigamos en salir a comprar la
felicidad en una feria de vanidades!
Conocer el esfuerzo que nuestros mayores tuvieron que invertir para
lograr lo que hicieron, es valorarlos en la justa medida, reconocer en ellos la
dignidad que se merecen. Por este camino
iremos generando un círculo virtuoso que se perpetúa en el tiempo. Que contribuye a desarrollar un ámbito
familiar en el cual nuestro vapuleado México pueda sanar y reestructurarse. Los delincuentes que matan por cien pesos
ponen en evidencia que no conocen el valor de la vida. Nadie se las enseñó de
pequeños, envolviéndolos en un abrazo, al tiempo de susurrar un “te amo”, de
esos que marcan para siempre.
Gracias, Agustín, mi querido padre, contador de historias,
por esos fragmentos que hoy me ayudan a construir las mías propias. Gracias por
tu esfuerzo, por tu coraje para salir adelante cuando tenías tanto en contra.
Guardo de ti lo mejor. Queda “El Moro”
en mi corazón por siempre, así los elementos del exterior pretendan borrarlo de
mi imaginario.
Oye,Carmen...,me gusta cómo escribes...Sí,mira:piensas en un título:luego te meneas en tu sillón de un lado para otro como queriendo invocar a las musas que te vengan a echar una mano.Y escribes las primeras palabras y analizas si es un buen comienzo...No te creas!!! No me refiero a eso cuando digo que me gusta cómo escribes...Más bien, me gustan tus ideas y tu manera de expresarlas. Aunque en algunos escritos no esté de acuerdo contigo! Por ejemplo en aquel donde dices... Ja,ja,ja..! No. Todavía no vamos a entrar en detalles,pues no sé ni siquiera si me estás captando el mensaje. Saludos. Ah,sí,yo también he pasado muchas veces enfrente de ese edificio y que está relacionado gratamente con tu abuelo. Saludos nuevamente.
ResponderBorrarAgradezco tus comentarios y el juego de la imaginación que revelan tus palabras, cuando describes a las musas que me asisten. Aunque, para ser honesta, preferiría "musos". Resulta natural disentir; justo lo que amplía y vuelve interesante el intercambio de opiniones. Saludos.
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