CONTRALUZ Mayo 2, 2010
María del Carmen Maqueo Garza
El caso de la pequeña Paulette ha resultado emblemático en muchos sentidos; desde el primer momento ha dado tela de donde cortar a los medios noticiosos, particularmente Televisa con sus conductores que han sido una amalgama perversa entre la KGB, Freud y Nerón: Presionando a los supuestos involucrados, en particular a la madre, como queriendo arrancarle las palabras que el gran público esperaba escuchar para cumplir la fantasía de abalanzarse contra la mujer y desollarla viva.
Ha sido tema de discusión respecto a la ineficacia del Ministerio Público, o el fracaso político para las aspiraciones presidenciales de Peña Nieto. Da cuenta de las rendijas que tiene el sistema judicial del Estado de México, pero sobre todo, más allá de lo anterior, ha sido ocasión para el ejercicio de la crítica más descarnada hacia quienes de alguna manera están relacionados con la muerte de la pequeña.
En sí el caso es descomunal, está muy manido, y no pretendo abordarlo. Lo que propongo ahora es que todos los que hemos tenido conocimiento del mismo, y que de alguna manera hemos participado en las comunicaciones generadas en torno a éste, nos coloquemos frente al espejo y analicemos cuál ha sido nuestro personal proceder. Y que en un dado caso, revisemos por qué nos tomamos la atribución de condenar a esos seres humanos cuando nada se ha comprobado, y que aún cuando se hiciere, no nos correspondería hacerlo. Midamos hasta dónde nuestro proceder ha sido ético.
Circula en la red un correo que señala una a una las supuestas inconsistencias del caso; comienza acusando a la mamá; sigue con el papá, luego con las nanas… Y continúa señalando los errores o culpas de los investigadores, en fin… ni los perros se escapan de ser tachados como ineptos en este ejercicio que yo no llamaría de denuncia sino francamente irresponsable y doloso.
Paulette ya murió, nada podemos hacer por ella. La hermanita no quiero ni imaginar cómo estará, entre los conflictos al interior de la propia familia, y el ambiente terrible generado por los medios infiltrados hasta la intimidad de lo que hasta hace poco era su hogar. Ahora bien, ¿Quiénes somos nosotros para condenar? ¿Quiénes para dejar caer la dureza de nuestras palabras, asegurando –porque eso es lo que hacemos-- que las cosas fueron como nosotros suponemos que fueron? Yo sé que es terrible que la niña haya muerto, y más aún no entender cómo ocurrieron las cosas, pero de esto a echar a andar una perversa bola de nieve contra los sospechosos hay mucha distancia; denota un juego verbal maligno.
Nos quejamos de que el país anda mal; nos afecta la pérdida del poder adquisitivo; nos lesiona la crisis de valores; nos atemorizan los alcances terribles del crimen organizado, y nos exasperan los desatinos del sistema. Duele mucho el menosprecio irresponsable de la criminalidad que mata a nuestros niños, en boca de funcionarios que no darían un solo paso sin ir acompañados por una decena de guardaespaldas… Cierto, hay que ejercer la crítica, pero una crítica descontaminada de la perversión que se refleja en la red, en las noticias impresas y televisivas. Desatar una cacería de brujas está muy lejos de resolver los problemas, por el contrario, solamente contribuimos a incrementar el clima de temor y zozobra.
Ya es hora de comenzar a ejercer la misericordia en nuestras palabras, en nuestros actos; olvidarnos del papel de verdugos y ocuparnos cada cual de sus propios asuntos. En ratos cuando la ola de violencia mata gente inocente nos preguntamos qué podemos hacer para evitarlo y no hallamos respuesta; ciertamente lo primero es esto, sanear el ambiente; evitar los juicios temerarios; cuidarnos de fomentar acusaciones que no tenemos manera de fundamentar ni razón alguna para sostener. Vayamos cortando ese círculo maligno que convierte nuestros foros de comunicación en una versión muy moderna y sofisticada de Circo Romano al cual todos asistimos con el siniestro deseo de ver correr sangre. No importa de quien, pero que corra sangre para satisfacer alguna vena oscura en nuestro interior.
El chisme tiene un "je ne se quoi"
de sabrosura; nos atrae desnudar terceras personas y luego comenzar a disecarlas hasta hacerlas tiritas, que finalmente colgamos al sol. Es la palabra vana en su más elemental expresión, que conforme va creciendo se transmuta en entrevistas televisivas de varias horas, movidos por la fantasía perversa de quemar a uno o dos de los acusados en leña verde, y gozarnos con los chirridos de la madera mientras las brujas que nos hemos inventado comienzan a consumirse.
¿Remedio para México? Comencemos por barrer el polvo de nuestra casa.
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