Hace 89 años en México se celebró por primera vez el día de las madres, cuando esto sucedió, ya muchos países lo celebraban. Al inicio de este festejo, los motivos de celebración eran variados, sin embargo todos coincidían con el fin de engrandecer la figura de los padres y fortalecer los lazos familiares. En junio le toca al padre; siempre progenitor, muchas veces proveedor, algunas otras protector y profeta, y en menor frecuencia pastor y pontífice.
Hoy, después de algunos ayeres, podemos darnos cuenta que esto se ha vuelto una estrategia más de la mercadotecnia, para inducir a la gente a un consumismo extravagante y excesivo, lejos de fortalecer los lazos familiares.
Somos personas que parecemos sufrir de un terrible Alzheimer prematuro, pues olvidamos muy pronto quiénes son esas mujeres en realidad y lo que el festejo representa. Hoy las usamos como un motivo más para estar a la moda o a la altura de los demás, las usamos para competir en ver quién gana en dar el mejor y más costoso obsequio. El 10 de mayo ofrece, para muchos, una oportunidad para apaciguar las culpas del resto de los días del año, cargados de indiferencia y olvido. Es necesario reivindicarnos.
El Alzheimer comienza a irse cuando ese ser se marcha y es cuando vienen las culpas eternas de los inservibles “si hubiera”. Demasiado tarde…
Ahora desde pequeños, se nos permite la osadía de gritarle y mover a mamá a nuestro antojo, nos estorba todo el tiempo que no está supliendo uno de nuestros caprichos, odiamos que nos diga el cómo hacer las cosas.
Cuando somos adolescentes, a veces les decimos que su única ocupación es arruinarnos la vida, pues nos creemos omnipotentes; pensamos que nadie es más experto que nosotros, y el mundo se nos hace chiquito. En nuestra adultez temprana pensamos que los entendemos porque empezamos a ver que no todo es como creíamos, pero no dejamos de suponer que no saben cómo funcionan las cosas; pensando que mamá es “tan anticuada….” o que “el viejo ya está chocheando”.
En nuestra etapa madura, llegamos a sentirnos tan perfectos y sabiondos, dándoles consejos a nuestros hijos sobre cómo educar a los de ellos, entorpeciendo su labor y consintiendo en exceso a los pequeños nietos, restándoles autoridad a sus padres. Ya para esas alturas estamos regañando a nuestros papás, por no adecuarse a la tecnología, por no adaptarse a lo nuevo. Nos falta paciencia para sobrellevar su natural necedad y sus ideas extravagantes. En ese punto de nuestro camino, ya olvidamos que así nos vimos algún día cuando niños y así nos veremos en unos años. Enviamos a nuestros viejos a un asilo, porque después de nuestra jubilación estamos tan ocupados como para atenderlos o cuidarlos. No recordamos que ya nos dieron su vida muchos años antes. Otra vez el “Alzheimer”.
¿Por qué siempre nos caen los veintes fuera de tiempo?
Por eso, para que esa mujer de cabello cano no termine en soledad y en una cama, es importante reivindicar su papel. Para que nuestro viejo, que creció con el siglo, no termine padeciendo las filas eternas para una pensión de hambre, es necesario reivindicarlo. Ahora. No mañana. Si hoy los bañamos y cambiamos pañales, es una forma pequeña de saldar esa deuda de las muchas veces que lo hicieron con nosotros.
Es tiempo de reivindicarlos ahora, no mañana, no en la sala de espera del hospital esperando la noticia trágica. Es ahora, no mañana, no en el borde de una tumba, ni estrujando las flores, que siempre serán más lindas en la mesa de centro de la “casa grande” que en una lápida solitaria.
¿Por qué tenemos que entender las cosas demasiado tarde, cuando ya no hay tiempo, cuando ya no escuchan un “perdóname” cuando ya no pueden oler las flores ni mirarlas?
Por eso, las sabias y sencillas palabras de Ana María: “En Vida Hermano, En Vida…”
Reivindicarlos. Reivindicarnos. La vida es un ciclo. Ayer recibimos, hoy nos toca dar. Porque sin duda alguna hay algo que pensar cuando miramos la silueta frágil de nuestros viejitos: todos vamos para allá…
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