EL OCASO DE LOS DIOSES
“Si un hombre fuese necesario para sostener el Estado, este Estado no debería existir, y al fin no existiría”. Simón Bolívar.
Parafraseando a Richard Wagner en la última parte de
su ópera “El anillo del Nibelungo”, hallé muy útil el término “El ocaso de los
dioses” para hablar sobre los acontecimientos que rodean a dos personajes
latinoamericanos cuyo imperio –considerado hasta hace poco
absoluto e incontrovertible—parece haber sucumbido.
Por
supuesto que me refiero a la exlíder del SNTE, Elba Esther Gordillo, quien al
amparo de la complacencia de diversos mandatarios se creció de una forma
desorbitada, hasta perder por completo la noción del sitio que le correspondía
ocupar dentro del aparato gubernamental.
Llegó a ser considerada como la líder más poderosa de América Latina, al
mando del mayor sindicato del continente, y su poder político determinó, a lo
largo de cuatro sexenios, buena parte del devenir del gobierno en turno.
De manera
paralela a su peso político se disparó
su poder económico hasta el extravío, para ir a alcanzar grados absurdos de desvergüenza. Al final, me atrevo a aseverar, la “Maestra”
estaba convencida de ser merecedora de cada
peso del erario público que desvió a sus cuentas personales.
Con
respecto a este desprendimiento de la realidad que sufren nuestras figuras
públicas, particularmente dentro de la política, no resulta ocioso recordar a
Felipe Calderón quien durante los últimos años como mandatario de la nación
actuaba como si se hablara de tú con Dios y despreciara cualquier recomendación
o crítica de cualquiera de nosotros, miserables mexicanos mortales, comenzando con los
miembros de su gabinete, pasando por intelectuales, y todos aquellas miles de voces de los afectados
por el mal llamado “daño colateral”.
Y es que
tenemos una mala costumbre, dar a nuestros representantes populares un trato de
dioses. Recientemente asistí a un evento
que sería presidido por autoridades de primer
orden. Recetarse toda la parafernalia
que se monta de forma sistemática, lleva a cualquiera, luego de cinco o seis
años de vivirlo de manera continua, a sentirse dios. Cada detalle de la organización, una veintena
de camarógrafos siguiendo el evento paso a paso; los funcionarios menores
cubriendo la mínima eventualidad, hasta en qué sentido sopla el viento. Hasta
finalmente recibir a las
autoridades entre vítores y alabanzas.
Si repetimos estos tratamientos una y otra vez a través del tiempo, con
toda seguridad que aquellas figuras públicas terminan sintiéndose el mismo
Odín.
Algo parecido sucedió con la segunda
figura latinoamericana que abordo hoy: Hugo Chávez, “quien para la clase
intelectual venezolana, -transcribo las palabras de mi amigo Douglas Umbría,
médico pediatra de aquel país- fue un
hombre que logró entrar en la emoción de los excluidos, aquellos que sentían la
necesidad de ser acogidos, de manera que ha dejado huérfana a toda una generación
de venezolanos que vieron en su movimiento bolivariano al dirigente que
necesitaban para salir de la pobreza y la marginación”.
Ello
explica de manera sobrada las imágenes que ha transmitido la televisión
mundial, miles de hombres y mujeres en duelo desgarrador, llorando como criaturas, de la forma como sólo se llora a un padre.
La
cuestión a dilucidar es si el chavismo ha de continuar tras la partida física
de Hugo Chávez. Aunque claro, queda al
mando, Nicolás Maduro, y más delante él o Diosdado Cabello, quienes parecen
haber entendido cómo debe continuarse el juego rumbo a la perpetuación de un
régimen que ha funcionado para quienes detentan el poder. Bien señala Jorge Fernández Menéndez, Chávez
primero, y ahora Maduro, hacen una mezcla de nacionalismo y religión, y apelan
a la continuidad histórica de Simón
Bolívar, para conseguir un pueblo
sometido que, por otra parte, genere para ellos el disfrute del poder, en el
más amplio sentido de la palabra.
Chávez,
tanto por su capacidad de someter a las masas mediante beneficios que fueran percibidos
como favores personalísimos suyos, como por un sistema represivo que mantuviera
el orden a cualquier costo, llegó a ser visto por las clases menos favorecidas
como una suerte de papá-dios todopoderoso, frente al cual había qué rendirse para
gozar de sus favores. Un papá-dios que
hoy se llora con el alma vuelta jirones.
Tan
imprescindible creyó ser, o hizo creer a su pueblo que era, que ahora será
convertido en cuerpo incorrupto que compartirá un sagrado sitial de honor al lado de Simón Bolívar,
para perpetuar el mito hasta el fin de
los tiempos.
Ante
estas dos visiones nosotros los mexicanos estamos en obligación de revisar
nuestra participación en la generación
de estas mojigangas políticas que tanto daño hacen al desarrollo de los
pueblos. Queda claro que surgieron porque nosotros lo permitimos, en medio de
nuestro lamento perpetuo y la inacción civil, el mejor caldo de cultivo.
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