domingo, 13 de marzo de 2016

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

EL TIEMPO ES HOY
En apariencia complejos, pero en el fondo simples, predecibles, así somos los humanos. A  ratos nos creemos dioses, y pontificamos desde nuestra palestra para decir “esto sí”, o “esto no” como si nos halláramos por encima del resto del mundo y hasta fuéramos capaces de determinar el sentido en el que han de girar los astros en el universo.  Y así, en tal actitud  procuramos a unos prójimos y evitamos a otros, como  cuidando de no contaminarnos con su aspecto, su condición humilde, su ignorancia… Vamos por la vida, con la nariz en alto y la mirada dirigida a otro lado cuando nos topamos con el grueso de las personas, a modo de significar  que nada tenemos en común con ellas. 
   Nos sentimos dioses por el mundo, y tal vez esperamos que los demás nos den trato deferencial, aunque si viéramos las cosas con los ojos de la verdad,  terminaríamos descubriendo que  esos aires de grandeza tienen su origen muy dentro del corazón,  en nuestros propios temores, en las inseguridades, en la falta de visión para  percibir las cosas como en verdad son, alejadas de toda afectación externa.
   Quienes hemos tenido la oportunidad de conocer el cuerpo humano a detalle en el ejercicio de la Medicina, sabemos que no existen diferencias sustanciales entre dos individuos, sus órganos se asemejan, el corazón late de forma similar en ambos; los sentidos funcionan de manera equivalente mientras estén sanos.  Arterias, venas, nervios, músculos son elementos que llevan a cabo funciones similares en uno y otro, independientemente de su origen, el color de su piel, su nivel sociocultural o sus ingresos económicos.  Se enferman y mueren igual los dos, no hay riqueza sobre el planeta que exente a uno de ellos de su destino último.
   Vamos por la vida demandando un trato preferencial, y tal vez hasta sacando ventaja de las limitaciones de aquel al que juzgamos poca cosa, para ignorar sus derechos en forma alevosa para beneficio propio. Y quizá ni  dudamos  expresarnos de forma peyorativa de su persona o de sus derechos, a sabiendas de que él será incapaz de alzarnos la voz en correspondencia.
   ¿Qué mundo estamos construyendo de esta manera? ¿Qué nos puede esperar a todos en una sociedad que se erige así, con ciudadanos de primera especial y ciudadanos de segunda baja? ¿Qué indica esa actitud excluyente, que no sea nuestra propia limitación emocional?...
   Lo dijo Gandhi alguna vez: “La grandeza y el progreso moral de una nación se mide por  la forma como trata a sus animales.” Yo agregaría en este rubro a los pequeños, a los ancianos, a los más pobres, a todos aquellos que no estarían jamás  en situación  de condicionar o retribuir un favor de nuestra parte.
   ¿Qué cosa grave pasa o qué se me pierde si saludo a un  desconocido? ¿Qué si cedo el paso a otra persona en un crucero, o al momento de entrar a un edificio? ¿Se me estropea la dignidad, o se me volatiliza la distinción? Y finalmente, ¿de qué sirven estos constructos sociales más allá de actuar como un resguardo –del todo ficticio, por cierto—para nuestros temores e inseguridades?
   Todos por igual tenemos necesidades emocionales, ser reconocidos, tomados en cuenta, pertenecer a un grupo y sentirnos respaldados. Si algo necesita nuestro mundo en estos momentos es saberse merecedor de una actitud positiva de parte de otras personas.  Hemos generado una sociedad adormecida ante el sufrimiento ajeno, abordamos las cosas  con los sentidos, no con el corazón, a éste lo hemos ido dejando fuera de la jugada de la convivencia.  Hemos construido entre todos una sociedad consumista y utilitaria en la cual, por regla   las cosas y las relaciones se miden por su encanto, por su capacidad de  generar satisfacción, y en el momento cuando dejan de aportarnos un beneficio nos deshacemos de ellas como de un cacharro viejo.
   El corazón del hombre está dañado por estas actitudes de unos para con otros.  Nuestra miopía emocional no otorga un espacio para las necesidades del prójimo, es más, aquél ni existe como persona, si acaso representa un peón sobre el tablero, una pieza que muevo a mi arbitrio y lanzo a los leones si así conviniera a mi juego.
   ¿Cuándo le vamos a dar vuelta a esa visión chata que no hace más que aislarnos y que nos perdamos la mitad de la fiesta? ¿Cuánto más vamos a conceder que sean nuestros temores los que llevan la batuta sin permitirnos tocar nuestra propia música?   El día en que entendamos que la vida no se vive nada más en ciertos horarios o lugares y sólo con ciertas personas, sino que es la manifestación continua de ese espíritu que nos habita, en todas sus formas y en todos sus momentos, entonces  principiaremos a vivirla.
   El momento de comenzar es hoy, antes de que el tiempo nos gane la partida.

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