EL TIEMPO ES HOY
En apariencia complejos, pero en el fondo simples,
predecibles, así somos los humanos. A
ratos nos creemos dioses, y pontificamos desde nuestra palestra para
decir “esto sí”, o “esto no” como si nos halláramos por encima del resto del
mundo y hasta fuéramos capaces de determinar el sentido en el que han de girar
los astros en el universo. Y así, en tal
actitud procuramos a unos prójimos y
evitamos a otros, como cuidando de no contaminarnos
con su aspecto, su condición humilde, su ignorancia… Vamos por la vida, con la
nariz en alto y la mirada dirigida a otro lado cuando nos topamos con el grueso
de las personas, a modo de significar que nada tenemos en común con ellas.
Nos sentimos dioses por el mundo, y tal vez esperamos que
los demás nos den trato deferencial, aunque si viéramos las cosas con los ojos
de la verdad, terminaríamos descubriendo
que esos aires de grandeza tienen su
origen muy dentro del corazón, en
nuestros propios temores, en las inseguridades, en la falta de visión para percibir las cosas como en verdad son,
alejadas de toda afectación externa.
Quienes hemos tenido la oportunidad de conocer el cuerpo
humano a detalle en el ejercicio de la Medicina, sabemos que no existen
diferencias sustanciales entre dos individuos, sus órganos se asemejan, el
corazón late de forma similar en ambos; los sentidos funcionan de manera
equivalente mientras estén sanos.
Arterias, venas, nervios, músculos son elementos que llevan a cabo
funciones similares en uno y otro, independientemente de su origen, el color de
su piel, su nivel sociocultural o sus ingresos económicos. Se enferman y mueren igual los dos, no hay
riqueza sobre el planeta que exente a uno de ellos de su destino último.
Vamos por la vida demandando un trato preferencial, y tal
vez hasta sacando ventaja de las limitaciones de aquel al que juzgamos poca
cosa, para ignorar sus derechos en forma alevosa para beneficio propio. Y quizá
ni dudamos expresarnos de forma peyorativa de su persona
o de sus derechos, a sabiendas de que él será incapaz de alzarnos la voz en
correspondencia.
¿Qué mundo estamos construyendo de esta manera? ¿Qué nos
puede esperar a todos en una sociedad que se erige así, con ciudadanos de
primera especial y ciudadanos de segunda baja? ¿Qué indica esa actitud
excluyente, que no sea nuestra propia limitación emocional?...
Lo dijo Gandhi alguna vez: “La grandeza y el progreso moral
de una nación se mide por la forma como
trata a sus animales.” Yo agregaría en este rubro a los pequeños, a los
ancianos, a los más pobres, a todos aquellos que no estarían jamás en situación de condicionar o retribuir un favor de nuestra
parte.
¿Qué cosa grave pasa o qué se me pierde si saludo a un desconocido? ¿Qué si cedo el paso a otra
persona en un crucero, o al momento de entrar a un edificio? ¿Se me estropea la
dignidad, o se me volatiliza la distinción? Y finalmente, ¿de qué sirven estos
constructos sociales más allá de actuar como un resguardo –del todo ficticio,
por cierto—para nuestros temores e inseguridades?
Todos por igual tenemos necesidades emocionales, ser
reconocidos, tomados en cuenta, pertenecer a un grupo y sentirnos respaldados. Si
algo necesita nuestro mundo en estos momentos es saberse merecedor de una
actitud positiva de parte de otras personas.
Hemos generado una sociedad adormecida ante el sufrimiento ajeno,
abordamos las cosas con los sentidos, no
con el corazón, a éste lo hemos ido dejando fuera de la jugada de la convivencia. Hemos construido entre todos una sociedad consumista
y utilitaria en la cual, por regla las cosas y las relaciones se miden por su
encanto, por su capacidad de generar
satisfacción, y en el momento cuando dejan de aportarnos un beneficio nos deshacemos
de ellas como de un cacharro viejo.
El corazón del hombre está dañado por estas actitudes de
unos para con otros. Nuestra miopía
emocional no otorga un espacio para las necesidades del prójimo, es más, aquél ni
existe como persona, si acaso representa un peón sobre el tablero, una pieza
que muevo a mi arbitrio y lanzo a los leones si así conviniera a mi juego.
¿Cuándo le vamos a dar vuelta a esa visión chata que no hace
más que aislarnos y que nos perdamos la mitad de la fiesta? ¿Cuánto más vamos a
conceder que sean nuestros temores los que llevan la batuta sin permitirnos
tocar nuestra propia música? El día en
que entendamos que la vida no se vive nada más en ciertos horarios o lugares y sólo
con ciertas personas, sino que es la manifestación continua de ese espíritu que
nos habita, en todas sus formas y en todos sus momentos, entonces principiaremos a vivirla.
El momento de comenzar es hoy, antes de que el tiempo nos
gane la partida.
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