GEORGE
Es un viejo metido en un cuerpo joven, tendrá poco más de treinta. Carga su propia
historia en tres grandes sacos. Cuentan que es veterano de guerra.
Pueden más sus propios miedos que el calor primaveral.
Protege su cabeza con un gorro de pana afelpado bajo el cual dos grandes ojos como capulines enfrentan a
ese mundo de su imaginación.
Llega cada mañana al negocio de comida rápida por un refresco de soda. Actúa como si para merecerse
aquel trago hubiera de emprender todo un
ritual que inicia en el exterior del lugar.
Deposita dos de sus grandes bolsas perfectamente acomodadas y entra
cargando la tercera, que coloca en el
interior del local junto a la puerta.
Antes de aproximarse a la barra por un vaso desechable lleva
a cabo una serie de inclinaciones de
cabeza a los cuatro puntos cardinales.
Lo mismo hace ya para salir, antes de depositar el vaso utilizado en el
contenedor de basura.
Los parroquianos no se sorprenden, tal vez familiarizados con sus visitas cotidianas. Avanza
hacia adelante despegando del suelo un pie y luego el otro, como quien subiera
una escalera. Su marcha es más notable
pues calza un par de tenis nuevos de color llamativo, lo que contrasta con el
resto de su indumentaria.
No fija la mirada más que en su vaso. Se sienta en la misma
mesa cada día --según me refieren quienes lo conocen--, lo hace por un par de
minutos mientras se refresca. Luego sale
del local, acomoda sus grandes sacos a los hombros y reanuda su marcha esquivando
los vehículos que se precipitan hacia las grandes tiendas cualquier sábado
por la mañana. La paridad del peso frente al dólar no hace mella en los compradores.
Nadie me dijo su nombre, pero sé que debe de llamarse
George. Va con la espada y el estandarte de su imaginación buscando dragones para
aniquilarlos como deber sagrado, tal cual hizo aquel legendario soldado de
Medio Oriente. Sé que llegará a santo como el de Capadocia... veo cómo va labrando su
santidad a cada paso.
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