domingo, 16 de diciembre de 2018

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

TRAS EL VENDAVAL
Nuestra condición humana es maravillosa.  Tanto así,  que solemos olvidarnos de que  más allá de nuestro buen funcionamiento,  somos muy vulnerables.   La vida nos presenta  situaciones en las que, como madre amorosa, nos da  un estirón de orejas para recordarnos que no somos  invencibles, como  tan fácilmente  solemos suponer.
     Una de tales condiciones --que en lo personal me ha provisto de grandes lecciones-- es la enfermedad.  Un día estamos bien y al siguiente aquel fino equilibrio del que ni siquiera estábamos conscientes, se ha perdido.  Llega el quebranto de salud con su cohorte de malestares y fallas, y entonces cobramos conocimiento de lo frágil que es nuestra carne.  Entendemos también que ni todo el dinero ni todo el poder pueden comprar un gramo de vida cuando esta ha terminado.
     La enfermedad es un recurso de gran valor que nos da la existencia,  para trascender a un plano por encima del material. La crisis familiar que provoca el mal físico de uno de sus miembros, comienza a seguir un proceso de maduración.  Surge aceptación, fortaleza, solidaridad,  y finalmente cohesión en torno a quien requiere  apoyo del resto.
     Otra condición que nos planta en la tierra de un solo golpe, es  la aparición de fenómenos naturales.   Este puerto fronterizo coahuilense amaneció el jueves 13 alegre y aún cantarino, después de las tradicionales fiestas   de Guadalupe.   Quiero imaginar que los matachines habrán caído en sus camas como “piedra en pozo”, dejando los trajes de sonoros carrizos  así nada más, en cualquier lugar.  Los devotos guadalupanos, quienes iniciaron su jornada antes del alba del día 12, con las mañanitas a la Virgen Morena, deben haberse  hartado de comer tamales y champurrado, y habrán ido a dormir como benditos.   
     La mañana iniciaba como cualquier otra.  A aquello de las 11  comenzaron a soplar los vientos, según lo anunciado por los distintos servicios meteorológicos de ambos lados de la frontera. A pesar de la advertencia no dejamos de sorprendernos por la fuerza del ventarrón. Mi imaginación --la mejor compañera de esos ratos de solitud-- me hacía percibir las crecientes ráfagas como emanadas de la garganta de un moderno Eolo para controlarnos a nosotros, pobres mortales. Conforme pasaron las horas pudimos atestiguar los daños provocados por la fuerza del viento.  Jóvenes árboles se partieron por la mitad; algunos viejos fresnos  fueron arrancados de raíz, así como las techumbres estilo americano de diversas residencias.   Las emergencias comenzaron a reportarse a través de redes sociales; la energía eléctrica se vio interrumpida en buena parte de la ciudad, y con ello sobrevino una escasez de agua potable en casi todos los hogares.
     De los eventos que más me han impresionado como consecuencia de  feroces meteoros como este, es el daño que llegan a provocar  sobre estructuras metálicas firmes, que el hombre ha colocado  con la certeza de que son inamovibles.  Fue el caso de algunas armazones que sostenían anuncios comerciales en distintos puntos de la mancha urbana.   Por su parte el techo de lámina de la pista de hielo --recién inaugurada-- quedó replegado sobre sí mismo, cual si un gigante lo hubiera tomado entre sus manos para doblarlo en dos, como un pedazo de papel.  Los adornos del  pino navideño instalado hace unos días en la Macroplaza, volaron por los aires como hojas que lleva el viento.
     Hasta donde tengo conocimiento, los daños se limitan a lo material.  No hay pérdidas humanas que lamentar.  Cierto, cada uno de los ciudadanos afectados en su patrimonio, no la estará pasando nada  fácil esta Navidad.
     Unas horas después de que los fuertes vientos azotaran la ciudad, hice un recorrido por el primer cuadro. Resultaba imponente observar todo aquel verdor que unas horas antes eran vivos penachos de tantos árboles, disperso sobre  las banquetas a lo largo de varias  cuadras.   Tal vez en lo personal fue lo más significativo, tener frente a mí una evidencia tan  clara de cómo la naturaleza se impone por encima de las construcciones humanas y de todo lo demás, para decir “yo soy”.
     El contacto con el entorno natural nos provee de grandes lecciones.  Nuestra capacidad de asombro es la clave para abrir las páginas de ese maravilloso libro.  Sacudirnos la costumbre de  dar las cosas por sentadas y seguir de largo, y ahora  mirar cada elemento natural que nos rodea, con los ojos de un niño pequeño, provista la curiosidad de un sinfín de “porqués”.   Sirva ello  para alejar nuestra vista de la pantalla y  entrar en diálogo con la vida en sus diversas manifestaciones, de modo de ubicarnos, dentro del cosmos, en nuestra verdadera dimensión.
     El vendaval deja historias a su paso. Cada quien  decide cuáles conserva.

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