domingo, 15 de septiembre de 2019

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza

CUESTIÓN DE FE
Dios hizo un mundo distinto para cada hombre, […]en ese mundo, que está dentro de nosotros mismos, es donde deberíamos intentar vivir. Oscar Wilde

En mi opinión, los dos temas en los que los humanos nunca llegaremos a ponernos de acuerdo son la religión y la política. Se invierte tanta pasión en debatirlos, que difícilmente podremos cambiar de parecer.

Para hablar de religión, de entrada, habría que diferenciar lo que es la creencia en un poder superior, de lo que es la filiación de cada cual a una iglesia. El principio creador recibirá distintos nombres de acuerdo con la doctrina que una persona profese, pero en esencia es lo mismo. Hablamos de una entidad que está fuera de nuestro alcance como humanos. Puede ser Yahvé de los judíos; la Santísima Trinidad de los cristianos; Alá de los musulmanes; Vishnú para los hinduistas, o el eterno principio de los seguidores de Buda. Un principio superior a nuestra condición humana en el cual depositamos la absoluta confianza.

Con relación a las religiones, la cosa cambia. Estas representan las formas en las que interpretamos ese principio creador, las diversas maneras de aproximarnos a él, de reconocerlo, rendirle tributo y actuar conforme a aquello que nos dictan los cánones de nuestra propia iglesia. En lo que a religiones cristianas se refiere, me gusta imaginar que todos convergiremos en un destino final único, y que avanzamos como equipos, y que a cada equipo lo distingue su color de camiseta, distinto al color que portan los otros equipos, nada más.

Las expectativas frente a un poder superior son de lo más variadas: Dependen del temperamento de cada individuo, de la formación familiar y religiosa que haya recibido, así como del momento que está viviendo. Hablando propiamente de religiones, no es el mismo el Dios de alguien que nació bajo cierta denominación, que del converso que da testimonio con desbordante entusiasmo. No es el mismo el Dios del templo ante el cual no corresponde más que inclinar la cabeza para adorarlo, que el Dios del campo que se muestra a través de imágenes, sonidos y exultantes maravillas. No es el mismo el Dios de la figura severa que se impone con amenazas, que el de los niños pequeños y de Sabines, un amigo con el cual podemos travesear. Finalmente, no es el mismo mi Dios íntimo que me acompaña cuando busco entender su obra, que aquel ante el que se llega a orar a punto de levitación cada domingo, pero al cual olvidamos en cuanto ponemos un pie fuera del recinto sagrado.

En lo personal me tranquiliza la convicción de que hay un poder superior, poseedor de una razón para cada evento que toca mi vida. Un ser al que, cuando algo resulta contrario a lo deseable, le pido luz para entender y fortaleza para conducirme. Un gran señor en cuyas manos deposito mi confianza plena, como hace un niño pequeño en brazos de su padre.

Tengo un amigo muy querido que se proclama ateo, postura que defiende en toda circunstancia. Ello resulta en interesantes debates por las diferencias de opinión, más cuando se agrega al mismo una tercera persona, practicante vehemente. Visualizo su camino bastante dificultoso, pues a ratos ha de sentirse como un atlante con todo el peso del mundo encima, sin tener dónde tomar un respiro. Entiendo que él, como científico, busca entender a Dios antes de considerar la posibilidad de creer en su existencia. A sus ojos las maravillas que nos rodean son el resultado matemático de una secuencia de eventos fisicoquímicos, así, de un modo frío, sin la hermosura de una inspiración divina, que infunda su ánima en cada uno de los fenómenos de la naturaleza, para convertirlos en milagros. Su escepticismo de ateo se basa en la razón pura, la que determina que aquello que no puede comprobarse científicamente, no existe. Me temo que habrán de ser difíciles sus horas de incertidumbre, de dolor, de enfermedad, cuando se sentirá muy solo, al no hallar a nadie más fuerte que él para apoyarse, consolarse y descargar su dolor. Pido a mi Dios por él, aunque sé que acogerá mi súplica con singular ironía. Pido porque algún día, quizás ante una eventualidad mayor, que lo lleve en búsqueda de respuestas, vuelva sus ojos hacia su propio interior, y descubra en las fibras de su corazón, un Dios que vive en cada latido, como principio impulsor de la vida. Una vida que nos permite acoger las dificultades terrenas que todos habremos de enfrentar, tarde o temprano, con la mansedumbre de un hijo, que sabe que a él le toca poner su mayor esfuerzo, y ya Dios se encargará del resto. En la confianza de que nuestro fin último como humanos, no radica a dos metros bajo tierra, sino que, movidos por la fe, estemos en capacidad de acatar los rigores de esta vida, con la esperanza de que valió la pena hacerlo.

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