domingo, 22 de diciembre de 2019

CONTRALUZ por María del Carmen Maqueo Garza


LA MEJOR NAVIDAD
A Dios sólo se llega por la puerta del asombro. No por la de la grandeza, sino por la de la pequeñez.  No por la de las enormes y sabias teorías, sino por la del silencio. (…) por la pequeña y humilde portezuela del inacabable y maravilloso silencio.
Carlos Gutiérrez
La Navidad está aquí, a unos cuantos días.  Calles y comercios lucen atestados con motivo de las compras de último minuto.  Las delicias culinarias comienzan a aparecer sobre las bien adornadas mesas familiares; la dieta se toma un receso, al menos de aquí a fin de año.  La ilusión de los niños cintila con  los foquitos multicolores del pino navideño.  ¡Vaya! hasta el frío más extremo es recibido con beneplácito, como parte de la estampa navideña que habremos de coleccionar, para  recordar dentro de cierto tiempo, a veces con nostalgia, ante la imagen de alguno de nuestros seres queridos que para entonces se habrá adelantado en el camino.
          Así es la Navidad, época del año en que la fantasía tiene permiso de liberarse de la sujeción del sentido común, y vagabundear libre, llevada por los sonidos, las luces y el bullicio de temporada. Los olores a canela del ponche navideño, o los tamales recién salidos de la olla, son de esas delicias que difícilmente habrán de faltar en cualquier hogar mexicano.  Entre algunas familias son resultado del ahorro a lo largo del año, de la generosidad de unos para con otros, o quizá se han costeado mediante un préstamo que habrá de pagarse en el tiempo venidero.
          La navideña es temporada para recordar, que es válido permitir a nuestro niño interior aflorar, asombrarnos y reír por las cosas más simples.  En ocasiones  pareciera que el resto del año se halla cancelado cualquier  permiso para divertirnos, así que aprovechamos al máximo nuestras vacaciones en el calendario de la formalidad, ése que habrá de regirnos por los siguientes once meses.
          En medio de la algarabía de temporada, nuestro corazón nos conduce hacia el origen de la celebración:  el amor más grande que nos invita a hacer lo mismo a partir de nuestra condición imperfecta.  Llama a hacerlo, a lanzar la nave desde el puerto del amor propio, enfocados en mirar a otros a partir de su propia realidad, no de la nuestra, para entregarnos  a ellos con profundidad.  Nochebuena  nos convoca a despojarnos de los elementos frívolos, para vivir a profundidad la empatía, hacerlo  mediante acciones tangibles, más allá de las buenas intenciones.  Donar algo de lo que somos y tenemos, --algo valioso, no lo que nos sobra-- que signifique un elemento del que cuesta desprenderse.  Una donación que se hace con amor, desde el silencio, sin mayores anuncios.  Dar algo que a otra persona va a hacer mucho bien.
          Habría que recordar las navidades de nuestra infancia, aquellas en las cuales nos aproximábamos al nacimiento con un asombro que sólo a los niños es dado albergar.  Nos maravillábamos al recorrer con la vista una por una las figuras  que simbolizan  los personajes propios de la  temporada: María y José; los pastores y las bestias, los tres sabios de oriente.  Más allá el pozo de agua, la fogata, el lago con sus patos; en esencia, todos las criaturas más sencillas que acuden al llamado del cielo.  Sobre el pesebre de paja el ángel que anuncia la venida del Mesías, y al fondo la infaltable estrella de Belén.
          Así, con ese asombro infantil, libre de las sujeciones de la razón, se vive la mejor Navidad.  Dispuestos a compartir un poco de aquello que, para nuestra fortuna, se nos ha dado en suficiencia.  Siempre hay ocasión de ser generosos, en particular hacia   quienes menos tienen. Es un simple acto de reciprocidad frente a la vida, una manera tangible de expresar nuestro agradecimiento por lo que tenemos en nuestra familia, dentro del hogar, sobre la mesa.
          Demos un receso a la competitividad, a la ostentación, al afán de comprar más y más, como si cada nueva adquisición nos definiera, para descubrir más delante que no es así, y quedarnos con una sensación aún mayor de vacío.  En el silencio frente a Jesús niño entendamos que en la vida no hay mejores o peores seres humanos.  Venimos de una misma casa y hacia allá vamos, cada uno por diferente camino, hallando a lo largo del mismo, magníficas ocasiones para el crecimiento interior.  Con el asombro de un niño pequeño entendamos, de una vez por todas, que medirnos por lo material es caer en el terreno de lo intrascendente, a manera de deslumbramientos instantáneos que pronto caducan.
          Hagamos de ésta una celebración que recordemos por siempre, no en una fotografía sino con el corazón.  Una fecha distinta, vivificante, transformadora.  Descubramos que, en la alegría de dar y compartir, crece nuestra abundancia de lo único que, finalmente, habremos de llevarnos cuando muramos.
         ¡Felices fiestas!

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