LA MEJOR NAVIDAD
A
Dios sólo se llega por la puerta del asombro. No por la de la grandeza, sino
por la de la pequeñez. No por la de las
enormes y sabias teorías, sino por la del silencio. (…) por la pequeña y
humilde portezuela del inacabable y maravilloso silencio.
Carlos
Gutiérrez
La Navidad está aquí, a unos cuantos días. Calles y comercios lucen atestados con motivo
de las compras de último minuto. Las
delicias culinarias comienzan a aparecer sobre las bien adornadas mesas
familiares; la dieta se toma un receso, al menos de aquí a fin de año. La ilusión de los niños cintila con los foquitos multicolores del pino
navideño. ¡Vaya! hasta el frío más
extremo es recibido con beneplácito, como parte de la estampa navideña que
habremos de coleccionar, para recordar
dentro de cierto tiempo, a veces con nostalgia, ante la imagen de alguno de
nuestros seres queridos que para entonces se habrá adelantado en el camino.
Así es la Navidad, época del año en que la fantasía tiene
permiso de liberarse de la sujeción del sentido común, y vagabundear libre,
llevada por los sonidos, las luces y el bullicio de temporada. Los olores a
canela del ponche navideño, o los tamales recién salidos de la olla, son de
esas delicias que difícilmente habrán de faltar en cualquier hogar
mexicano. Entre algunas familias son
resultado del ahorro a lo largo del año, de la generosidad de unos para con
otros, o quizá se han costeado mediante un préstamo que habrá de pagarse en el
tiempo venidero.
La navideña es temporada para recordar, que es válido
permitir a nuestro niño interior aflorar, asombrarnos y reír por las cosas más
simples. En ocasiones pareciera que el resto del año se halla
cancelado cualquier permiso para
divertirnos, así que aprovechamos al máximo nuestras vacaciones en el
calendario de la formalidad, ése que habrá de regirnos por los siguientes once
meses.
En medio de la algarabía de temporada, nuestro corazón nos conduce
hacia el origen de la celebración: el
amor más grande que nos invita a hacer lo mismo a partir de nuestra condición
imperfecta. Llama a hacerlo, a lanzar la
nave desde el puerto del amor propio, enfocados en mirar a otros a partir de su
propia realidad, no de la nuestra, para entregarnos a ellos con profundidad. Nochebuena nos convoca a despojarnos de los elementos frívolos,
para vivir a profundidad la empatía, hacerlo mediante acciones tangibles, más allá de las
buenas intenciones. Donar algo de lo que
somos y tenemos, --algo valioso, no lo que nos sobra-- que signifique un
elemento del que cuesta desprenderse.
Una donación que se hace con amor, desde el silencio, sin mayores anuncios. Dar algo que a otra persona va a hacer mucho
bien.
Habría que recordar las navidades de nuestra infancia,
aquellas en las cuales nos aproximábamos al nacimiento con un asombro que sólo
a los niños es dado albergar. Nos
maravillábamos al recorrer con la vista una por una las figuras que simbolizan
los personajes propios de la
temporada: María y José; los pastores y las bestias, los tres sabios de
oriente. Más allá el pozo de agua, la
fogata, el lago con sus patos; en esencia, todos las criaturas más sencillas
que acuden al llamado del cielo. Sobre
el pesebre de paja el ángel que anuncia la venida del Mesías, y al fondo la
infaltable estrella de Belén.
Así, con ese asombro infantil, libre de las sujeciones de la
razón, se vive la mejor Navidad.
Dispuestos a compartir un poco de aquello que, para nuestra fortuna, se
nos ha dado en suficiencia. Siempre hay
ocasión de ser generosos, en particular hacia quienes menos tienen. Es un simple acto de
reciprocidad frente a la vida, una manera tangible de expresar nuestro
agradecimiento por lo que tenemos en nuestra familia, dentro del hogar, sobre la
mesa.
Demos un receso a la competitividad, a la ostentación, al
afán de comprar más y más, como si cada nueva adquisición nos definiera, para
descubrir más delante que no es así, y quedarnos con una sensación aún mayor de
vacío. En el silencio frente a Jesús
niño entendamos que en la vida no hay mejores o peores seres humanos. Venimos de una misma casa y hacia allá vamos,
cada uno por diferente camino, hallando a lo largo del mismo, magníficas
ocasiones para el crecimiento interior.
Con el asombro de un niño pequeño entendamos, de una vez por todas, que
medirnos por lo material es caer en el terreno de lo intrascendente, a manera
de deslumbramientos instantáneos que pronto caducan.
Hagamos de ésta una celebración que recordemos por siempre,
no en una fotografía sino con el corazón.
Una fecha distinta, vivificante, transformadora. Descubramos que, en la alegría de dar y
compartir, crece nuestra abundancia de lo único que, finalmente, habremos de
llevarnos cuando muramos.
¡Felices fiestas!
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