A veces, en la
noche,
debajo de mis
párpados
que se tienden
igual que un muro sobre mí,
grandes y
espesos,
y que me separan
radicalmente del mundo,
sueño que tengo
un hijo.
Un niño que no ríe.
Extranjero en la
tierra.
Serio y leve.
Hecho de una
materia que es transición perfecta
Entre la viva
carne y entre el agua que huye.
Cuando nace, igual que desprendido del
propio corazón,
cuando lo veo
con sus manos
inhábiles al juego,
con sus ojos, que
surgen fabricados
de un elemento
fantasmal, y se acoge a mis brazos
como bajo la
sombra de un árbol grave,
y oigo su voz,
ausente,
diciéndome que no
es vivo ni muerto,
pero que es,
me duele
intensamente,
mucho más que si
fuera el hijo de mi carne.
Y entonces ejercito en él,
que es blando y
débil
y extraño a lo
terrestre,
la infinita, la
amarga,
la escondida
manera que yo tengo de amar.
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