FRENTE AL TIEMPO
Hay fechas que nos marcan. En lo personal una de ellas es la
del 20 de julio de 1969, cuando el hombre pisó por vez primera la luna. De tal
magnitud hay algunas más que podría enumerar: 22 de noviembre de 1963,
asesinato de Kennedy; 2 de octubre de 1968, matanza de Tlatelolco; 23 de marzo
de 1994, asesinato de Colosio; 11 de septiembre del 2001, ataque a las Torres
Gemelas en Nueva York. Para cada uno de nosotros, habrá eventos mundiales que nos marcaron, y así pasen muchos años, no olvidaremos dónde nos encontrábamos y qué
hacíamos cuando eso ocurrió.
Medio siglo ha transcurrido de esa transmisión de la NASA que
vi en compañía de mis padres, a través de nuestro televisor blanco y negro, el
único aparato que había en casa. Dicho
domingo de julio, al filo del mediodía seguíamos con atención las maniobras del
Apolo 11. Después de varias horas sobre la superficie lunar, finalmente se
abría la compuerta de la cápsula, de la cual vimos descender a Neil Armstrong y
Edwin Aldrin. Sus movimientos eran lentos
y torpes, en parte por lo complicado de la vestimenta, así como por la
diferencia de gravedad del satélite con relación a nuestro planeta. Se movían
como muñequitos, para conseguir aquello que tantas veces habría soñado el
francés Julio Verne, un siglo antes, según asentó en su novela De la tierra
a la luna en voz del temerario Impey Barbicane: Acaso nos esté reservada la gloria de ser
los colonos de este mundo desconocido.
Mucho se ha avanzado en ciencia y tecnología desde que el
Apolo 11 tocó suelo lunar. A este viaje
se siguieron algunos otros tripulados, para finalmente descontinuarlos y
enfocar los afanes de la transportación espacial en otro sentido. La tecnología
se diversifica de modos inimaginables, y aquel vetusto televisor blanco y negro
a través del cual atestigüé la maravilla de Armstrong y Aldrin, hoy es pieza de
museo.
Viene entonces la pregunta incómoda: Nosotros como seres
humanos, ¿estamos avanzando a la velocidad con que hace la tecnología? O acaso sucede, de forma paradójica, que
vamos en un retroceso en lo que a humanismo se refiere. A ratos se antoja imaginar
que tenían más peso específico los debates de los ateneístas de la antigua
Grecia, que los contenidos de las redes sociales, hacia las cuales
desarrollamos una adicción de mayor o menor envergadura, pero adicción al
fin. Tal parece que en ese pretender
estar informados y comunicados con el resto de la humanidad, terminamos
extraviándonos a nosotros mismos, hasta un punto en el cual dejamos de
identificarnos como individuos separados del resto de los humanos. Como si nos diluyéramos, incapaces de defender
un argumento personal, concretándonos a participar a la sombra de los líderes,
lanzando piedras desde lo oscurito.
En ese movimiento –casi un tic—de revisar constantemente la
pantalla de nuestro aparato digital, ¿en realidad ganamos algo concreto? ¿o
solamente perdemos el tiempo? Tal vez úicamente nos sacudimos la sensación de
soledad que tanto nos atemoriza, o quizás actuemos el papel de persona
interesante dentro de este mundo. Un mundo en el que –según se ve--, lo que
cuenta es la imagen, la apariencia, la coraza, la envoltura, y no tanto el
contenido real. En donde salir bien en la foto es lo más importante para
trascender.
Como un examen de conciencia riguroso, vale la pena, al
término del día, evaluar qué hicimos durante ese cúmulo de horas que la vida
nos regaló desde que despertamos. Qué
aprendimos, qué hicimos de provecho, de qué manera nos enriquecimos. Y de igual modo, qué aportamos a otros, con
nuestro tiempo, con nuestro entusiasmo, con actos de bondad tangibles, de esos
que no se anuncian, porque en anunciarse pierden su valor. Terminar el día satisfechos de ir a la cama hoy,
siendo mejores personas que ayer. No
porque alguien dijo que lo somos, no porque en la foto aparentamos serlo. Ser mejores personas porque fuimos capaces de
hacer algo más que ayer, a favor de nuestro universo.
Esta es una fecha
para dar gracias al cielo por tantas bendiciones: Una familia con la cual se
comparten eventos como la llegada del hombre a la luna. Una casa y un televisor para verlo de manera
cómoda. Cinco sentidos para apreciarlo y
para comunicar esa emoción con los seres queridos. Una mente para expandir nuestros
conocimientos tanto como nos lo propongamos. Un corazón para conectarnos, y
sobre todo para trascender. Para ser en esta vida, más allá de nosotros mismos,
algo para los demás. Sobre todo, para
quienes más puedan necesitarlo.
Felices momentos aquellos que se evocan con una sonrisa,
aunque haya pasado medio siglo. Momentos mágicos que nos marcan de manera
favorable y para siempre. Como diría Verne, para ser los colonos de este mundo
desconocido, en que nos ha tocado vivir.
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