martes, 3 de agosto de 2010

“Soy hija de un narcotraficante”


  6 Jun 2010 - 9:43 pm

Por: Alfredo Molano Jimeno
Mónica Lehder conoció a su padre cuando tenía nueve años. Siete atrás lo vio por última vez. Su historia, contada en primera persona en exclusiva para El Espectador.

Mi nombre es Mónica Lehder. Soy hija de un narcotraficante. Suena fuerte, lo sé, pero es mi realidad. En este mundo nací, pese a esto nunca he llevado una vida de hija de capo. El dinero no me ha sobrado y entendí desde muy pequeña el valor del trabajo. Tengo 27 años, de los cuales no he pasado un mes con mi padre, Carlos Lehder Rivas, quien fue extraditado hace 23 años a Estados Unidos.

Nací en Armenia, Quindío. Mi infancia la recuerdo como una etapa plena de mi vida. La magia de la inocencia no permite que los problemas y los dolores se traguen la energía de vivir. Crecí rodeada de familiares y amigos, acompañada y protegida por el cariño. Desde muy pequeña sabía cuál era la situación de mi papá y la razón de su ausencia. Sin embargo, no entendía la magnitud del problema y creía que todo iba a terminar rápido, que pronto íbamos a ser una familia completa, pero obvio, no ha sido así.

A los 9 años mi mamá y yo nos fuimos a vivir a Estados Unidos. Queríamos estar cerca de él, creíamos que así serían más fáciles las visitas y nuestras vidas. Lo único que queríamos era estar juntos y luchar por su libertad. Allí lo conocí. Tenía algunas imágenes de él en mi cabeza, todas con el fantasma de la prisión de fondo, guardaba fotos de cuando era niña y me llevaban a visitarlo, pero como lo extraditaron cuando tenía cuatro años, ésta fue la primera vez que nos encontramos como dos personas conscientes de lo que vivíamos. Desde ahí mi vida cambió para siempre. Por primera vez lo pude sentir como padre; mirar en sus ojos, guardar su olor, sentir su sangre palpitando en un abrazo. Las visitas eran muy estrictas, siempre con un policía al lado, pendiente de cada palabra, de cada movimiento, y si algo extraño ocurría cancelaba el encuentro.

Ese día estuve con él cuatro horas. Era una visita corta, porque al siguiente día era la entrevista larga. Esa noche nos acostamos con la ilusión de un nuevo encuentro, pero nunca llegó. Los oficiales decidieron que ya había sido suficiente. Nunca supimos el porqué del cambio. Los americanos nunca dan explicaciones. Desde entonces, empezamos una nueva carrera por verlo. Cuando cumplí 12 lo vi por última vez antes de regresar a Colombia, pues eran tan difíciles los trámites de las visitas, tan lentos y dolorosos, que decidimos volver. Nos dijeron que desde Colombia se nos facilitaría el proceso porque, supuestamente, tendríamos visa permanente para poder verlo cuando quisiéramos.

Cuatro años después de haber partido, volvíamos a Armenia a seguir nuestras vidas. Había quedado un cierto gusto a frustración, pero también un rezago de esperanza. Al regresar empezó una nueva etapa en mi vida, nuevo colegio, nuevos amigos, nuevos profesores. Volver con el resto de mi familia después de tantos años, regresar a la ciudad donde nací, donde, en algún momento, fuimos felices, sin problemas y sin discriminación, pero también quedamos con la tristeza de haber dejado a mi padre lejos.

En ese instante empecé a despertar, a entender la situación, a vivirla con intensidad. Ahí fui consciente de mi historia y de lo que se venía, de que en realidad mi padre no estaba conmigo y que lo necesitaba.

En mí, en mi historia, mi madre ha tenido una influencia muy fuerte. Siempre ha sido amiga, compañera y confidente. Ella ha luchado mucho para sacarme adelante y a punta de organizar la comida para eventos y fiestas nos hemos mantenido. Gracias a ella crecí como una persona normal, sin odios ni resentimientos con mi padre. Ella me mostró su lado humano y me enseñó a sentirme orgullosa de mí misma. Me enseñó, que sin importar los obstáculos, podría lograr lo que quisiera, siempre que lo hiciera con amor y honestidad. Por ella es que he podido cargar con esto, gracias a ella, a mi abuela y al resto de mi familia materna. Son las bases de mi vida.

Las promesas que nos hicieron los oficiales norteamericanos nunca fueron cumplidas. Nuestras visas fueron canceladas. En ese momento sentí que mi mundo se derrumbaba. Año tras año íbamos a la embajada, y año tras año nos la negaban. Yo crecía, pasaban cumpleaños, navidades, momentos especiales como mis 15 y mi grado del colegio, y yo seguía sin él.

Así pasaron ocho años, hasta que en una de las tantas idas a la embajada por fin me dieron un permiso de entrada a la prisión. Empecé a organizar el viaje, pero era complicado, porque, a pesar del mito de las huacas de los capos, mi familia no es adinerada, es una familia trabajadora que vive del día a día. No vivimos del narcotráfico. La gran fortuna que algún día tuvo mi padre nunca fue parte de mi vida. Hacer un viaje de estos, de un momento a otro, es difícil. Era un viaje largo y costoso para un par de semanas, pero llevaba tanto esperando este momento que no lo iba a desaprovechar. Vendí las cosas de valor que tenía, un amigo de infancia, que sabía lo importante que era para mí verlo, me regaló los tiquetes. Los otros gastos corrieron por parte de mis tíos.

La prisión en la que estaba era al norte del país, al borde con Canadá. En un sitio lleno de bosques fríos y solitarios, aislado de todo. La ciudad más cercana quedaba a ocho horas en carro o a 14 en bus. Cerca no hay aeropuertos ni estación de tren. Fue un viaje muy largo, la ansiedad se apoderaba de mí minuto a minuto. Finalmente, logré llegar a Sandstone, Minnesota. Allí me recibió la familia de un compañero de celda de mi padre. Ellos eran los encargados de llevarme a la prisión. Después de una larga noche, en la que dormí poco, llegó la mañana de la primera visita.

Nos acercamos a una cabina telefónica donde uno anuncia al preso que viene a visitar; sale un policía y te lleva a una oficina para llenar los formularios que autorizan la entrada. Los guardias quedaron aterrados cuando supieron que yo venía desde Colombia. No podían creer que alguien hiciera un viaje tan largo por una visita de fin de semana. Es muy poca la gente que visita esa prisión y, por supuesto, mucho menos la que visita a mi papá. Las únicas autorizadas para entrar somos mi mamá, mi hermana y yo.

Entré a la sala de visitas a esperar a que lo trajeran. Los nervios crecían y crecían. Ocho años sin verlo. Toda una tortura. Y así fue, abrieron la puerta y ahí estaba él, con su uniforme y esposado. Le quitaron las esposas y lo dejaron entrar a saludarme. Recuerdo con claridad sus palabras "Pelusita…. Tú tan guapita venir hasta acá por mí". Me dio un beso y me abrazó. Nos miramos con cara de asombro, como dos extraños conocidos. Tratábamos de contener las lágrimas, porque sabíamos que no había tiempo para llorar, sino para compartir y disfrutar al máximo.

La visita empezó a las ocho de la mañana y terminó a las tres de la tarde, pero el tiempo pasaba muy rápido, se hacían muy cortas las horas. Teníamos muchos años que contarnos. Eran 20 sin él, toda mi vida, mil historias que contar.

Esa vez, que fue la última que lo vi, pude estar con él dos fines de semana seguidos, hablamos de muchas cosas, sobre todo del futuro y de la libertad, pensábamos que llegaría pronto. El último fin de semana que nos vimos la euforia empezó a opacarse, la despedida se asomaba y la nostalgia se colaba entre nosotros. Finalmente llegó el momento del beso final, de la despedida. La incertidumbre de no vernos en mucho tiempo nos asaltó, el miedo de no verlo más. Era la pugna entre el miedo y la esperanza, cómo lo vería la próxima vez: en prisión o en libertad…. Por momentos me imaginaba salir corriendo con él, pero cómo decírselo si sabía que le iba a doler, se sentiría impotente de no poder hacerlo. Todo quedó en un doloroso silencio y con una mirada cómplice a la distancia, pero reafirmamos el amor de padre e hija, un amor que hoy sigue intacto.

Ya llevo siete años sin verlo, pues la Embajada Americana dijo que había sido un error darme la visa. Argumentó que por estar preso en Estados Unidos su familia no tenía derecho a visa, que por él haber sido narcotraficante, yo también lo era y que lo único que podíamos hacer era pedirles perdón a los Estados Unidos, y que pronto así estudiarían mi caso. Me negué a hacerlo porque yo no tenía que pedir perdón por algo que no había hecho. ¿Cómo yo, de 21 años, me iba a declarar narcotraficante ante el mundo sin serlo? ¿Acaso los errores de los padres los heredan los hijos?

Soy consciente de que mi padre cometió un grave error en su vida y que está pagando caro por ello, tan caro, que cumplió su sentencia hace tres años y todavía está preso. No dan explicación, no dicen por qué, tampoco lo dejan ver de su familia ni de nadie dizque porque las visitas consulares están canceladas. Está totalmente aislado del mundo, sin explicación alguna.

Esto es un pequeño relato de lo que hace el narcotráfico. No es como todo el mundo lo piensa: plata fácil, fortunas inmensas, lujos, aviones, carros, islas y fiestas. También es dolor, problemas, separaciones, soledad, lágrimas, infelicidad. Es estar separado de lo único importante en la vida: la familia, el cariño, la libertad. Hoy ruego a Dios que ilumine a los gobiernos colombiano y americano para que se den cuenta de que lo único que pedimos es que revisen el caso de mi padre y, como se lo dije a Uribe, que no dejen a los extraditados en el olvido y que me concedan una visa para algún día poder volver a verlo.

La prisión en la que estaba era al norte del país, al borde con Canadá. En un sitio lleno de bosques fríos y solitarios, aislado de todo. La ciudad más cercana quedaba a ocho horas en carro o a 14 en bus. Cerca no hay aeropuertos ni estación de tren. Fue un viaje muy largo, la ansiedad se apoderaba de mí minuto a minuto. Finalmente, logré llegar a Sandstone, Minnesota. Allí me recibió la familia de un compañero de celda de mi padre. Ellos eran los encargados de llevarme a la prisión. Después de una larga noche, en la que dormí poco, llegó la mañana de la primera visita.

Nos acercamos a una cabina telefónica donde uno anuncia al preso que viene a visitar; sale un policía y te lleva a una oficina para llenar los formularios que autorizan la entrada. Los guardias quedaron aterrados cuando supieron que yo venía desde Colombia. No podían creer que alguien hiciera un viaje tan largo por una visita de fin de semana. Es muy poca la gente que visita esa prisión y, por supuesto, mucho menos la que visita a mi papá. Las únicas autorizadas para entrar somos mi mamá, mi hermana y yo.

Entré a la sala de visitas a esperar a que lo trajeran. Los nervios crecían y crecían. Ocho años sin verlo. Toda una tortura. Y así fue, abrieron la puerta y ahí estaba él, con su uniforme y esposado. Le quitaron las esposas y lo dejaron entrar a saludarme. Recuerdo con claridad sus palabras "Pelusita…. Tú tan guapita venir hasta acá por mí". Me dio un beso y me abrazó. Nos miramos con cara de asombro, como dos extraños conocidos. Tratábamos de contener las lágrimas, porque sabíamos que no había tiempo para llorar, sino para compartir y disfrutar al máximo.

La visita empezó a las ocho de la mañana y terminó a las tres de la tarde, pero el tiempo pasaba muy rápido, se hacían muy cortas las horas. Teníamos muchos años que contarnos. Eran 20 sin él, toda mi vida, mil historias que contar.

Esa vez, que fue la última que lo vi, pude estar con él dos fines de semana seguidos, hablamos de muchas cosas, sobre todo del futuro y de la libertad, pensábamos que llegaría pronto. El último fin de semana que nos vimos la euforia empezó a opacarse, la despedida se asomaba y la nostalgia se colaba entre nosotros. Finalmente llegó el momento del beso final, de la despedida. La incertidumbre de no vernos en mucho tiempo nos asaltó, el miedo de no verlo más. Era la pugna entre el miedo y la esperanza, cómo lo vería la próxima vez: en prisión o en libertad…. Por momentos me imaginaba salir corriendo con él, pero cómo decírselo si sabía que le iba a doler, se sentiría impotente de no poder hacerlo. Todo quedó en un doloroso silencio y con una mirada cómplice a la distancia, pero reafirmamos el amor de padre e hija, un amor que hoy sigue intacto.

Ya llevo siete años sin verlo, pues la Embajada Americana dijo que había sido un error darme la visa. Argumentó que por estar preso en Estados Unidos su familia no tenía derecho a visa, que por él haber sido narcotraficante, yo también lo era y que lo único que podíamos hacer era pedirles perdón a los Estados Unidos, y que pronto así estudiarían mi caso. Me negué a hacerlo porque yo no tenía que pedir perdón por algo que no había hecho. ¿Cómo yo, de 21 años, me iba a declarar narcotraficante ante el mundo sin serlo? ¿Acaso los errores de los padres los heredan los hijos?

Soy consciente de que mi padre cometió un grave error en su vida y que está pagando caro por ello, tan caro, que cumplió su sentencia hace tres años y todavía está preso. No dan explicación, no dicen por qué, tampoco lo dejan ver de su familia ni de nadie dizque porque las visitas consulares están canceladas. Está totalmente aislado del mundo, sin explicación alguna.

Esto es un pequeño relato de lo que hace el narcotráfico. No es como todo el mundo lo piensa: plata fácil, fortunas inmensas, lujos, aviones, carros, islas y fiestas. También es dolor, problemas, separaciones, soledad, lágrimas, infelicidad. Es estar separado de lo único importante en la vida: la familia, el cariño, la libertad. Hoy ruego a Dios que ilumine a los gobiernos colombiano y americano para que se den cuenta de que lo único que pedimos es que revisen el caso de mi padre y, como se lo dije a Uribe, que no dejen a los extraditados en el olvido y que me concedan una visa para algún día poder volver a verlo.

amolano@elespectador.com

Mónica Lehder, a los 27 años, no ha vivido ni un mes completo con su padre, Carlos Lehder Rivas, extraditado hace 23 años.


 


 


 


 

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