EL TESORO
Es pequeño, de manera que no
llama la atención entre el gentío; lo habré visto un par de veces para luego
borrarlo de mi mente, como suelo hacer cuando voy por la calle tratando de
abarcar la vida con los ojos. Una o dos
veces, luego de mirarlo, lo habré descartado, en cuanto a mis pupilas llegaron a
poblar otras imágenes de tantas que a diario registro, en ese mi interés por lograr desentrañar al ser humano observando la vida y sus afanes.
Estaba por llegar a casa, justo
cuando en el equipo de sonido del carro comenzó a escucharse el Vals No. 2 de
Shostakovich que ejerce una fascinación absoluta en mi persona, de manera que
–pequeños privilegios de la edad—me seguí de frente, confieso que en aquel
momento el calentamiento global no me
hizo ni cosquillas, así es el amor
cuando nos arroba, nos dejamos llevar por el momento sin que nada más importe. Continué, pero eso sí, calculando con una matemática muy elemental
cuántas cuadras debería desplazarme para
dar oportunidad a que aquellos compases melancólicos terminaran de hacer lo
suyo en mí. Fue entonces cuando atrapé
unas de esas imágenes que guardo en mi imaginario, y que resultan tan útiles
cuando se trata de alejar las sombras de la noche. Ahí estaba él con su figura pequeña, una piel
del color de la canela quemada, que en su rostro ha ido dejando muchos surcos, que
se pliegan uno junto a otro cuando sonríe, justo como hacía en ese momento en que lo miré. Su sonrisa era tan amplia, que le quedaba
grande al resto del rostro y a esa su figura tan pequeña, pero eso sí, se extendía de oreja a oreja bajo el cobijo
de dos ojos grandes como el carbón, en los cuales podía verse con toda claridad al mismo Dios reflejado.
Otras veces me lo habré topado,
lo sé, no soy mala fisonomista, sin embargo no recuerdo dónde o haciendo qué,
como ahora que la lerdez con que yo circulaba en amoríos con Shostakovich, me permitió identificar plenamente su
actividad, un gambusino urbano que justo en aquel momento se había encontrado
un tesoro, mismo que se apuraba a colocar dentro de una bolsa de plástico blanca,
que a su vez acomodó más delante con el resto de bolsas de
varios colores, cuatro o cinco, perfectamente alineadas en la canasta de su
vieja bicicleta. Me hizo recordar a
Gibrán, el poeta que cantó por igual al amor y al dolor, pero siempre a la vida;
en uno de sus libros relata la historia de aquel hombre rico que se deshace de
una escultura lanzándola a la basura, y de aquel hombre pobre que encuentra en
la basura un tesoro y se apura a llevarlo con él, cubriendo amorosamente su
nueva riqueza para ponerla a salvo de cualquier cosa que pudiera dañarla.
Es en esos intercambios con la
vida es cuando me sorprendo diciéndole
cuánto la amo. Es justo ahí donde mejor se revela, cuando muestra su cara más
limpia, en las cosas pequeñas, en los gestos de inspiración divina que suelen pasar inadvertidos mientras nos hallamos sumidos en las agitaciones
sin tregua de cada día. Sé cuánto la amo
cuando me permite descubrirla en ese niño que sonríe aunque para el resto del
mundo sea un infeliz que no tiene ni zapatos, o cuando la adivino de forma tan clara en el anciano que se niega
a claudicar, y allá va con pasitos
lentos cada día primero del mes a cobrar sus ochocientos pesos de pensión, y
aprovecha la fila del banco, mientras llega su turno, para reencontrarse con alguno
de sus contemporáneos, y celebrar entre bromas –uno y otro— el seguir con vida. Y vuelvo a verla, y me invita a seguirla cuando
se muestra a través de todo aquello divorciado de la pompa y las luminarias,
para recordarme finalmente que es ahí, precisamente en ese sitio, grandioso en su
absoluta modestia, donde Dios tiene su perfecta morada entre nosotros.
La sonrisa de ese hombre pequeño
que ha encontrado un tesoro tan grande que él mismo no puede creerlo, y que
entonces, al descubrir su fortuna, lo abraza contento muy cerca de su corazón, me la he tatuado,
para esos días cuando me da por sentirme desdichada por cosas francamente absurdas,
o para echar mano de ella en esas horas cuando
el dolor pretende aguijonearme, o cuando amanezco con la mirada turbia, y no acierto a descubrir todos los motivos que
están ahí para mí, por los cuales debo dar gracias al cielo, pero que en mi
tozudez ni siquiera logro enfocar. La he guardado conmigo para siempre a manera
de abalorio, junto con algunos otros pequeños milagros que poseo, y que aligeran mi marcha, porque sé con certeza que en cada uno de ellos puedo
hallar tan claro como el agua, el rostro
sonriente de mi Dios.
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