NUESTRA CASA COMÚN
Tragedia en Torreón: Un alumno de primaria ingresa a su
escuela con un arma de fuego y dispara. Hay pérdidas humanas, hay heridos. Hay angustia e incertidumbre.
No es el momento de repartir culpas, como si de un juego de cartas
se tratara. Tampoco de condenar ni de
pontificar.
Lo que menos hace falta son personajes que se asuman como expertos,
queriendo ilustrar al mundo con su verdad.
Ahora es tiempo de ejercitar la compasión. Actuar de manera
solidaria, comenzando por barrer la propia casa.
Tiempos muy difíciles viven nuestros niños, en un mundo
carente de un marco de referencia, donde nada se asume como bueno o malo. Todo será según el enfoque con que se
mire.
Nosotros actuamos con tibieza frente a la responsabilidad de ejercer la
autoridad. Hasta parece que la colocamos en manos de los niños y cerramos
los ojos.
Quizá porque venimos de hogares rígidos, actuamos deseosos
de cambiar el sistema educativo. La realidad nos sale de frente para decirnos
que no es el mejor de los caminos.
Esa indefinición entre bien y mal ha llevado a la normalización de la
violencia. Se evidencia en canciones,
videojuegos o películas. Además, está presente en noticieros y redes sociales.
Existen las clasificaciones de contenidos, pero en realidad nadie
parece obligado a acatarlas. Además, hemos dado a nuestros niños patente
de corso frente a los mismos.
En casa los menores viven aislados en una burbuja
transparente. Los vemos a la distancia,
sumidos en su mundo digital y nos convencemos de que todo está bien, de que tienen
la madurez para elegir.
Un factor adicional en la ecuación es la culpa. En un mundo
que marca elevados estándares económicos, papá y mamá tienen poco tiempo
disponible para tareas ajenas al ámbito laboral. Ello genera culpa que más adelante buscará redimirse.
En el mejor de los casos el chico se adecúa a lo que se
espera de él. No necesariamente
corresponde a lo que bulle en su interior, que llega a ser como olla de presión amenazante.
En otros casos los chicos expresan su malestar mediante conductas
desafiantes. De ser así, nos
tranquilizamos bajo la premisa de que son cosas de la edad, que ya pasarán.
Si dicha conducta filial llega a provocar un altercado,
siempre habrá manera de intervenir para
justificar y reparar el daño hecho.
El niño necesita arquetipos que orienten su conducta. Si no están accesibles en la realidad, los
buscará entre los personajes de ficción, ésos que se abren camino en la
historia retando al sistema. Constituyen
antihéroes a los cuales emular e imitar.
Algo preocupante, que da cuenta de lo anterior: en esta
temporada navideña, las armas de fuego de juguete tuvieron muy alta demanda. Frente
a dicha lectura habría que preguntarnos: ¿por qué el niño quiere jugar a matar?
Si el juego es un ensayo de la vida, ¿cómo la está visualizando?
Un comercial del siglo pasado anunciaba un medicamento en
presentación infantil con la expresión: “El niño no es un adulto chiquito”.
Me parece buen momento para medir nuestra actuación ante dicho concepto. Alertarnos como educadores que todos somos,
sacudiéndonos esa molicie que nos tiene paralizados, frente a elementos que
llegan a nuestros niños para deformar su concepción del mundo.
Seguirá existiendo la normalización de la violencia, en
tanto no actuemos como sociedad para evitar aquellos factores que la generan.
Los contenidos televisivos y digitales sobre
narcotraficantes continuarán, siempre que haya mercado que los sustente. Mientras se sigan considerando historias interesantes
para el público.
El niño continuará soñando con ser sicario para tener mucho
dinero, en la medida en que perciba que ése es el principal objetivo por
alcanzar en la vida.
Los chiquitos necesitan padres y madres cercanos, cariñosos,
que tengan tiempo para estar con ellos.
Papás que expresen de manera tácita el amor que tienen a sus hijos. Los
niños requieren vivir de forma cotidiana, el concepto de que las cosas más
importantes de la vida no las da el dinero. Sólo así conseguirán asimilarlo.
Las experiencias positivas y negativas de los pequeños no
son “boberas” sin importancia. En su
mundo cada una de ellas ocupa todo su espacio y deja marca para siempre. Nos corresponde estar a su
lado y acompañarlos.
Dios conceda a las familias laguneras afectadas por la
tragedia, reparación y consuelo. Nos
corresponde actuar de manera solidaria para con ellos, pero, ante todo,
introspectiva hacia nosotros mismos.
Nuestros niños no son adultos chiquitos. Más vale que lo entendamos y
actuemos en consecuencia. Necesitamos descubrir qué es aquello que cada uno de
nosotros puede hacer, para contribuir al bienestar de la casa común. Una
casa fundada por padres y abuelos, de cuyo
avance somos arquitectos, y que justo ahora se tambalea.
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