UNA GRAN LECCIÓN DE VIDA
Esta semana falleció un compañero de mi generación de Medicina
en la unidad Torreón de la UAdeC: Alejandro Pérez Moya, a quien todos
identificábamos por su apodo: “El Taka”.
Con este compañero coincidí en el mismo grupo los cinco años de carrera.
Es alguien a quien siempre recuerdo con su mirada brillante y una gran sonrisa
estampada en el rostro. Ahora se nos ha
adelantado después de una etapa dificultosa en su vida, batallando con una
enfermedad muy desgastante. Sé que, en
este nuevo ciclo de su camino, desde donde quiera que esté, se hallará
esbozando otra vez esa gran sonrisa, que en vida siempre lo caracterizó.
Los seres humanos somos muy peculiares en nuestros
pensamientos. Abordamos la muerte como algo
que les va a suceder a los demás, no a nosotros. Desde la infancia media, cuando tomamos
conciencia del significado de la muerte porque fallece algún abuelo, se instala
en nosotros ese pensamiento mágico que señala que es un fenómeno que ocurrirá
en otros, nunca en nosotros. Desde esta
negación solemos desperdiciar mucho tiempo, como si la vida fuera elástica, no se
consumiera, y siempre tuviéramos la oportunidad de volver a empezar algo que
habíamos descuidado anteriormente.
Un pensamiento muy oriental, que haríamos bien en asumir, es
el de la propia caducidad. Como
espíritus envasados en un cuerpo finito, conforme pasa el tiempo vamos a sufrir
desgaste de este envoltorio humano y eventualmente la muerte. Lejos de resultar un asunto alarmante para
deprimirnos, conviene entender esa finitud frente al tiempo como un metrónomo
que mide nuestro avance personal. En más
de una ocasión he comentado por aquí la maravillosa actitud de despertar cada
mañana dispuestos a “aprender a morir”.
Esto es, en disposición de aprovechar todo cuanto tenemos al alcance
para hacer de este día el más significativo de nuestra biografía.
Esa misma negación nos descoloca cuando estamos frente a un
ser querido que padece una enfermedad.
Le expresamos los mejores deseos que no siempre van acordes con la
realidad que está viviendo. No sé si con
el alma o solo con la palabra, invocamos la presencia de una cura milagrosa
frente a cualquier padecimiento, independientemente de su origen o su avanzada
evolución. Siento que es más provechoso
apelar a la fortaleza o a la resiliencia del enfermo, o a la amorosa atención
de sus cuidadores, más que a eventos mágicos poco probables.
Mucho se logra cuando nos colocamos en la realidad del aquí
y del ahora –el momento presente—y es a partir de este como enfocamos nuestra
existencia, estableciendo propósitos de vida que comenzamos a cumplir poco a
poco, con plena conciencia, desde un primer paso y siempre hacia adelante. Según la filosofía de oriente, es solamente
de esta forma, viviendo el presente a profundidad, como se logra saborear la
felicidad. Mediante el disfrute de lo
que hay, sin estar atados a un pasado que ya no existe, ni en búsqueda de
adelantar el tiempo futuro, ese que aún no llega.
Cuando observamos a los niños en sus juegos, descubriremos
esa maravilla tan suya: Ellos viven a fondo el momento presente, haciendo volar
la imaginación, que convierte lo ordinario en extraordinario, para disparar el
goce del momento. Algo similar hacen los
perros, ellos saben disfrutar lo que hay en el momento presente, sin
preocuparse por lo que vaya a pasar más delante. En cambio, nosotros, los adultos pensantes,
solemos cargar una losa de cosas pasadas y además vamos en contra de los
vientos de futuro que imagina nuestra mente, en lugar de fluir con lo que es,
de aceptar una realidad tal y como se presenta, y aprender a sacar de ella el
mayor provecho. Porque, así sea en las
condiciones más desfavorables, algo hemos de aprender siempre de cualquier
experiencia. Frente a un obstáculo que
enfrentamos, en el mejor de los casos logramos una victoria, definitivamente,
pero siempre obtenemos una lección que nos queda para toda la vida.
Mi querido compañero el Taka ha cumplido ya con esta etapa
terrenal y sigue su camino. A los que
nos quedamos corresponde dar las gracias al cielo por haber coincidido con él
en esta etapa, y luego regresar a nuestro diario picar piedra, trabajando por
hacer de la nuestra, una existencia auténtica y con significado. Que el día que la vida nos plantee otras
condiciones, como la enfermedad desgastante o la muerte, logremos asumirlas
como lo que son, una parte del camino a enfrentar con todos nuestros recursos
de conciencia.
Descanse en paz, mi buen amigo Alejandro. Su partida deja una impronta única entre
todos los que le conocimos y hoy podemos afirmar, que su paso por este mundo representa
una gran lección de amor a la vida.
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