Los derechos humanos universales no pueden ser una opción porque no hay otra similar en valor, en dignidad y en excelencia. Puede una sociedad determinada no reconocerlos y actuar como si no existieran, o como si dependieran de la sanción del poder legislativo. Esa actitud será legal, puesto que legislada, pero no justa. Como legales fueron los campos de concentración alemanes y soviéticos, el apartheid en Sudáfrica o la esclavitud durante siglos. Ninguna autoridad puede darlos o retirarlos legítimamente porque son una categoría antropológica de las personas.
Estos derechos humanos -políticos y sociales- pertenecen a todos los seres humanos. Todos. Lo más que pueden hacer los poderes políticos es reconocerlos. Pero, aunque no lo hicieran, como sucede cada día en tantos lugares del mundo, no hay que esperar orden de mando alguna: es preciso arrebatarlos y ejercerlos.
Es unánime la doctrina jurídica de que, ante cualquier tiranía, no sólo es lícito rebelarse y matar al tirano sino que la resistencia se convierte en deber ético irrenunciable.
Vivimos enajenados por la falacia de que las cosas no son hasta que las dictan los poderes dominantes. No hay que esperar ley ni permiso alguno para ejercer los derechos fundamentales, como el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de felicidad. Con todos los derechos sociales que de ahí se derivan: trabajo, salud, cultura, vivienda digna, libertad de pensamiento y expresión, libre asociación, diversidad y la participación en la cosa pública como suma de todos los derechos políticos.
Sostenía el premio Nobel José Saramago que es preciso inventar gente mejor, que se sepa ciudadano, y no permitir que nadie nos engañe. El escritor denunciaba la incompatibilidad entre la actual globalización económica y los derechos sociales. No dudaba en calificar a la primera como una nueva forma de totalitarismo contra la que hay que rebelarse. Como en su día nos alzamos contra los campos de concentración, los Auschwitz y los Gulag, contra la esclavitud y la marginación, contra la exclusión y la explotación de los seres humanos por los poderes dominantes.
El problema central es el problema del poder. Antes era reconocible; ahora, no, porque el poder efectivo lo tienen las multinacionales y los poderes financieros que lo han arrebatado a los políticos. Y si antes los oprimidos podían alzarse contra los poderes tiránicos, fueran reyes o militares, castas sacerdotales u oligarquías, hoy se nos ha ido de las manos en el difuso pero omnipotente magma de las corporaciones económico financieras.
Silenciar los defectos potencia las causas. Pero no todo está perdido. Es posible rebelarse, porque las derrotas, como las victorias, nunca son definitivas. E importantes autores contemporáneos proponen la revolución de la bondad activa que acelere la llegada del hombre y la mujer nuevos. Porque hoy, como nunca anteriormente, es posible la destrucción de la humanidad y del medio que la sustenta.
El siglo XXI será el siglo de los derechos humanos porque se va a decidir el destino de la humanidad. A esta rebelión y conquista todos estamos convocados porque en ello nos van la vida, más aún, la supervivencia como especie y la misma existencia de nuestro planeta. Pero sólo es admisible un vivir con dignidad como expresión de una sociedad en la que primen la libertad, la justicia y la ética por encima de los intereses y de la fuerza.
La historia demuestra que, cuando las inmensas mayorías empobrecidas se plantan y miran en los ojos a los poderes opresores, éstos enmudecen.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario