NARCISO Y LA LUZ ROJA
Una de las herramientas que ha contribuido a preservar la
memoria colectiva de la humanidad es, sin lugar a dudas, la fotografía. A partir de los trabajos de Nicéphore Niépce a principios del siglo diecinueve, fue
posible capturar de manera permanente una imagen, algo que en la actualidad no
sorprende ni a un bebé, que ya nace con la tecnología de punta integrada, y quien
antes de cumplir un año de edad habrá tomado sus primeras fotografías
digitales, así sea por accidente, jugando con el celular de mamá.
La imaginación me lleva a situarme allá en el viejo París, y adivinar el asombro de
Niépce, cuando después de cuarenta y cinco minutos de exposición a la luz,
observara esa primera imagen fotográfica que conoce el mundo, copia idéntica de
lo que sus ojos visualizaban a través de una ventana, plasmada sobre un grabado
del siglo XVII, que tuvo a la mano para hacerlo en ese momento.
Uno de los elementos que el desarrollo tecnológico ha extinguido,
es la capacidad de asombro. Digamos,
quiero averiguar qué es un “triceratops”, enciendo mi equipo, abro la ventana
de Google, escribo la palabra “triceratops”, y en 0.24 segundos, dentro de la
primera de varias opciones que aparecen en mi pantalla, tengo para consultar un
millón ciento diez mil referencias de la
palabra “triceratops”. Desde el
advenimiento de los hipervínculos, que me permiten ir de uno a otro sitio en la
red, la capacidad de asombro se canceló en nuestra mente, pues cualquier
información está a un clic de distancia, paradoja de tecnología digital y pérdida
emocional.
Entonces, regresando a Niépce en aquel remoto 1825, cuando
por primera vez sus ojos pudieron solazarse con la magia de la reproducción
fiel de una imagen, me saboreo lo que habrá sido su sensación de triunfo,
aunque dudo que haya llegado a imaginar lo trascendente de su descubrimiento.
El tercer milenio está poblado por nosotros, unos humanos
muy singulares, cada vez más conectados al mundo virtual, y desconectados del real.
Abandonamos cualquier actividad, en ocasiones de manera temeraria, por
atender el tono que en ese preciso momento emerge de las entrañas del teléfono móvil, como si la tecnología llevara la batuta de
nuestras vidas. Hace unos días estuve a
punto de ser víctima fatal de lo que ello representa, cuando una conductora de
una camioneta de seis plazas, con los ojos puestos en su aparato celular no se
percató de que tenía alto, y estuvo a punto de impactarme en lo que hubiera
sido catastrófico para mí, tomando en cuenta las dimensiones de mi vehículo
frente al suyo.
Pero así vivimos, con la urgencia de estar conectados, o de
fugarnos, o de aislarnos, o qué sé yo, pero al fin un apresuramiento poco sano
por sustraernos de lo que sucede en torno a nuestro ser físico. Y de este mismo modo, conectados a la
tecnología y a las redes sociales, le damos cuerda al narcisismo para enviar de
manera continua fotografías personales,
familiares, de la mascota, del desayuno, del viaje, del carro nuevo, de los
amigos, de la reunión… como una manera imperiosa de lograr el reconocimiento de los
demás.
Otro asunto narcisista tiene que ver con acatar los
reglamentos establecidos. Desde que una
comunidad tuvo las dimensiones para generar caos, hubo necesidad de implantar reglamentos
que permitan el orden para una sana convivencia. Sin embargo en ese afán narcisista que nos
caracteriza, desatendemos el todo para centrarnos en el propio ser, y de esa
manera enfrentamos normas y leyes. En
cualquier crucero con semáforo no falta el conductor de vehículo motorizado o
de bicicleta, que se pasa en luz roja de manera olímpica; el mensaje que proyecta su actitud es algo así como “yo no
necesito que me digan qué hacer”, voltean a uno y otro lado, calculan que la
libran, y se lanzan… Ponen por delante su situación personal a la del bien
colectivo, y luego vienen los accidentes,
muchos de ellos generados en el instante cuando el que ya no alcanzó a
pasar en amarillo de todas formas se pasa, y el que está esperando el verde arranca antes de que este aparezca.
Y lo peor del caso, es que esa prisa por llegar no tiene un
fundamento, no se está muriendo la mamá, ni se incendia la casa, ni nada
parecido, es nada más el apremio narcisista de decir “yo primero”. Y de igual
manera no respetamos los espacios para discapacitados con el argumento de “es
un momentito, no me tardo”. Gana la
molicie por encima de la sensibilidad ciudadana, y hallando siempre una
justificación a nuestro favor, hacemos como se nos place.
Desde hace 180 años la fotografía plasma la realidad del
mundo. La gran pregunta es: ¿Qué irán a decir de nosotros los humanos del 2,200…?
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